Entre Dos Hogares: El Hijo de Mi Marido Llama a la Puerta
—¿Por qué no me avisaste antes, Luis? —le susurré, con la voz temblorosa, mientras miraba al adolescente que arrastraba una maleta por el pasillo de nuestro piso en Alcalá de Henares.
Luis me miró con esos ojos que siempre me han desarmado, pero esta vez no encontré consuelo en ellos. —No quería preocuparte, Marta. Es solo por unas semanas…
Pero yo sabía que no era así. Lo vi en la forma en que Diego, su hijo de dieciséis años, evitaba mirarme y apretaba los labios, como si estuviera a punto de romperse. Su madre se había marchado a Valencia con su nueva pareja y él, de repente, se había quedado sin hogar. O eso decía Luis. Pero yo no podía evitar sentir que mi vida, nuestra vida, estaba a punto de cambiar para siempre.
Esa noche apenas dormí. Escuchaba los pasos de Diego en el pasillo, el murmullo de su móvil, el crujido de la cama supletoria que habíamos improvisado en el despacho. Me preguntaba si estaba bien, si lloraba en silencio o si me odiaba por ocupar el lugar de su madre. Y me preguntaba, sobre todo, si yo sería capaz de quererle como a un hijo propio.
A la mañana siguiente, la tensión se podía cortar con un cuchillo. Preparé café y tostadas, intentando fingir normalidad. Luis se fue temprano al trabajo y me dejó sola con Diego. Él apareció en la cocina con los auriculares puestos y la mirada fija en el suelo.
—¿Quieres zumo? —pregunté, esforzándome por sonar amable.
—No, gracias —respondió sin levantar la vista.
Me sentí invisible. Recordé las veces que mi madre me decía que ser madrastra era un papel ingrato, que nadie te prepara para ello. Y ahora lo entendía: estaba atrapada entre el deseo de ayudar y el miedo a ser rechazada.
Los días siguientes fueron un desfile de silencios incómodos y pequeñas batallas. Diego apenas salía de su habitación. Yo intentaba acercarme: le preguntaba por el instituto, por sus amigos, por sus gustos. Pero él respondía con monosílabos o ni siquiera eso. Una tarde le oí hablar por teléfono con su madre. Lloraba. Sentí una punzada de culpa y rabia: ¿por qué tenía que cargar yo con las consecuencias de sus decisiones?
Luis intentaba mediar, pero a veces parecía más del lado de su hijo que del mío. Una noche discutimos en voz baja mientras Diego veía la tele en el salón.
—No puedo hacer esto sola —le dije—. Siento que me estoy desmoronando.
Luis suspiró.—Es mi hijo, Marta. No puedo dejarle tirado.
—¿Y yo? ¿Dónde quedo yo en todo esto?
No hubo respuesta. Solo silencio.
La tensión empezó a afectar a nuestra relación. Yo estaba irritable, cansada. Mis amigas me decían que tuviera paciencia, que era normal al principio. Pero nadie entendía lo difícil que era ver cómo tu casa se llenaba de recuerdos ajenos: fotos antiguas, camisetas del Atleti, libros de texto con nombres que no eran los tuyos.
Un sábado por la tarde, mientras limpiaba el baño, encontré una carta arrugada detrás del espejo. Era de Diego para su madre. Decía cosas terribles sobre mí: que era una intrusa, que ojalá su padre nunca se hubiera casado conmigo, que me odiaba. Me senté en el suelo y lloré como hacía años que no lloraba.
Esa noche no pude callármelo más. Cuando Diego bajó a cenar, le miré directamente a los ojos.
—Sé que no soy tu madre —le dije—. Y sé que no quieres estar aquí. Pero esta también es mi casa y merezco respeto.
Diego me miró sorprendido. Por primera vez vi algo distinto en sus ojos: miedo, quizá vergüenza.
—Lo siento —murmuró—. No quería…
—No tienes por qué quererme —le interrumpí—. Pero tampoco tienes derecho a odiarme sin conocerme.
Se hizo un silencio incómodo. Luis nos miraba desde la puerta, sin saber qué decir.
A partir de esa noche algo cambió entre nosotros. No fue magia ni de repente nos convertimos en una familia feliz. Pero Diego empezó a saludarme al entrar y salir de casa. A veces cenábamos juntos y hablábamos del tiempo o del fútbol. Incluso me pidió ayuda con un trabajo de historia sobre la Guerra Civil Española.
Poco a poco fui entendiendo su dolor y su miedo al abandono. Y él empezó a ver que yo también tenía inseguridades y heridas propias.
Un día, mientras paseábamos por el Retiro los tres juntos, Diego me preguntó si podía quedarse a vivir con nosotros hasta acabar el curso. Sentí una mezcla de alivio y terror: ¿sería capaz de asumir ese papel? ¿Sería suficiente para él?
Ahora escribo esto mientras escucho sus risas desde el salón. No todo es perfecto: hay días malos y discusiones tontas. Pero también hay momentos de complicidad inesperada.
A veces me pregunto: ¿cuántas familias como la nuestra luchan cada día por encontrar su lugar? ¿Cuántas madrastras sienten este miedo a no ser nunca suficientes? ¿Y vosotros? ¿Qué haríais si el hijo de vuestra pareja llamara a vuestra puerta buscando un hogar?