Entre Dos Madres: El Precio de la Lealtad
—¿Vas a dejarme sola otra vez, Lucía? —La voz de mi madre retumbó en el pequeño salón, tan cargada de reproche que sentí un nudo en la garganta. Afuera, la lluvia golpeaba los cristales con furia, como si quisiera entrar y ser testigo de nuestra discusión.
Miré el reloj. Eran las nueve y cuarto. Tenía que estar al otro lado de Madrid en menos de media hora si quería darle la medicación a Carmen, mi suegra. Mi madre, sentada en su butaca, con la manta hasta la barbilla y los ojos húmedos, parecía más frágil que nunca. Pero Carmen estaba sola en su piso de Vallecas, con el corazón débil y los recuerdos aún más pesados que su enfermedad.
—Mamá, no me pidas esto —susurré—. Sabes que Carmen no tiene a nadie más. Solo será un rato…
—¿Y yo? ¿Quién me tiene a mí? —replicó ella, con esa mezcla de dolor y orgullo que solo las madres españolas saben conjugar.
Crecí viendo a mi madre renunciar a todo: a su trabajo en la panadería del barrio, a sus amigas, incluso a sus sueños de viajar a Granada para ver la Alhambra. Todo por mí. Mi padre se fue cuando yo tenía cinco años, y desde entonces fuimos solo ella y yo contra el mundo. Ahora, después de tantos años, esperaba que yo estuviera siempre a su lado. Pero la vida me había dado otra familia: Javier, mi marido, y Carmen, su madre.
Javier trabajaba fuera casi toda la semana. La empresa lo enviaba a Sevilla o Barcelona según el mes, y yo me quedaba con la responsabilidad de ambas casas. Cuando Carmen enfermó del corazón hace dos años, fui yo quien se ocupó de llevarla al hospital, de hacerle la compra, de escuchar sus historias sobre su infancia en Toledo. Al principio lo hacía por Javier, pero pronto descubrí una ternura inesperada hacia esa mujer seca y orgullosa que nunca me llamó hija pero sí confió en mí cuando más lo necesitaba.
Aquella noche, mientras corría bajo la lluvia hacia el metro, sentí que algo dentro de mí se rompía. ¿Era una traidora por dejar a mi madre sola? ¿O una egoísta por desear un poco de paz?
Al llegar al piso de Carmen, la encontré sentada frente al televisor apagado. Me miró con esos ojos grises que nunca mostraban debilidad.
—No tenías que venir —dijo sin mirarme directamente—. Seguro que tu madre te necesita más que yo.
Me arrodillé junto a ella y le tomé la mano. Estaba fría.
—No digas eso. Las dos me necesitáis… y yo solo tengo un corazón.
Carmen apretó mis dedos con una fuerza inesperada.
—A veces hay que elegir, Lucía. No se puede estar en dos sitios a la vez.
Esa frase me persiguió durante semanas. Mi madre empezó a llamarme menos. Cuando iba a verla, estaba distante, como si yo fuera una extraña. Un día encontré una carta suya en mi bolso:
«Hija,
No sé si hago bien escribiéndote esto. Me duele verte tan cansada, tan dividida. No quiero ser una carga para ti, pero tampoco sé vivir sin ti cerca. Solo quiero que seas feliz, aunque eso signifique que tengas que alejarte un poco de mí.
Con amor,
Mamá»
Lloré como una niña esa noche. Javier intentaba animarme cuando volvía los viernes:
—No puedes salvarlas a las dos, Lucía. Tienes que pensar también en ti.
Pero ¿cómo hacerlo? En España nos enseñan desde pequeñas que la familia es lo primero. Que las madres lo dan todo y las hijas deben devolverlo sin rechistar. Pero nadie te dice qué hacer cuando tu corazón se parte en dos direcciones opuestas.
Un domingo por la tarde, mientras preparaba una tortilla para las dos casas —una sin cebolla para mi madre y otra con mucha para Carmen—, recibí una llamada del hospital: mi madre había sufrido una caída en casa. Corrí como nunca antes lo había hecho. Cuando llegué, estaba despierta pero asustada.
—No quiero morirme sola —me dijo entre lágrimas—. No quiero ser invisible para ti.
Me quedé a dormir con ella esa noche. Le acaricié el pelo como hacía cuando era niña y le prometí que no volvería a dejarla tanto tiempo sola. Pero al día siguiente Carmen tuvo una crisis respiratoria y tuve que salir corriendo otra vez.
La culpa se convirtió en mi sombra. Empecé a perder peso, a dormir mal, a discutir con Javier por cualquier cosa.
Un día exploté:
—¡No puedo más! ¡No soy suficiente para todas!
Javier me abrazó fuerte:
—Tienes derecho a vivir tu propia vida también.
Pero ¿cómo hacerlo sin sentirme mala hija o mala nuera?
La solución llegó de donde menos lo esperaba: Carmen propuso contratar una cuidadora unas horas al día.
—No quiero verte destrozada por mi culpa —me dijo—. Yo también fui madre y sé lo que duele ver sufrir a un hijo.
Mi madre aceptó ir algunos días al centro de mayores del barrio para hacer talleres y no estar sola todo el tiempo.
Poco a poco recuperé el equilibrio. Aprendí a pedir ayuda y a aceptar que no podía ser perfecta para todos. Pero aún hoy me pregunto: ¿Cuántas mujeres viven atrapadas entre el deber y el amor? ¿Cuántas veces nos exigimos más de lo que podemos dar?
A veces me miro al espejo y me pregunto: ¿Dónde están los límites del corazón? ¿Hasta cuándo podemos dividirnos sin rompernos del todo?