Entre Dos Madres: Mi Corazón Roto Entre Deber y Amor

—¿Por qué le das el biberón? ¡Te lo he dicho mil veces, Lucía, la leche materna es lo mejor!— gritó mi madre desde la puerta de la cocina, mientras yo intentaba calmar a Mateo, que lloraba desconsolado en mis brazos.

No tuve tiempo de responderle. Mi suegra, Carmen, apareció por el pasillo con su andar firme y su voz aún más cortante. —En mis tiempos, los niños dormían solos desde el primer día. Así se hacen fuertes. No como ahora, que los tenéis todo el día encima.

Sentí cómo mi pecho se apretaba. Diego, mi marido, estaba en el salón, mirando el móvil, fingiendo no escuchar. Yo quería gritar, quería desaparecer. Pero sólo apreté más fuerte a Mateo contra mi pecho y me tragué las lágrimas.

Aquel año, 2022, fue el más duro de mi vida. Vivíamos en un piso pequeño en Vallecas, con las paredes tan finas que podía oír las discusiones de los vecinos. Diego había perdido su trabajo en la pandemia y yo apenas podía mantenernos con mi sueldo de administrativa. Pero lo peor no era el dinero: era la sensación de estar atrapada entre dos mundos, dos madres, dos formas de entender la vida.

Mi madre, Rosario, venía cada mañana con bolsas llenas de comida y consejos no pedidos. —Tienes que abrigar al niño. Mira cómo le tiembla la barbilla— decía mientras me quitaba el mando de las manos y subía la calefacción hasta que el aire se volvía irrespirable.

Carmen venía por las tardes. Traía croquetas y críticas envueltas en papel de celofán. —Diego necesita descansar, Lucía. No le des más problemas. Bastante tiene con lo suyo— me susurraba al oído mientras recogía los platos.

Y Diego… Diego ya no era el hombre divertido que conocí en la universidad. Ahora era una sombra silenciosa que se encerraba en el baño durante horas o salía a fumar al balcón aunque lloviera. Cuando intentaba hablarle de mis miedos, de mi cansancio, sólo respondía:

—Estoy harto de tus dramas, Lucía. Todos tenemos problemas.

Una noche, después de una discusión especialmente amarga sobre el dinero —la nevera vacía, la factura de la luz sin pagar— me encerré en el baño y me miré al espejo. Tenía los ojos hinchados y el pelo recogido en un moño deshecho. No reconocí a la mujer que me miraba.

¿En qué momento dejé de ser yo para convertirme en la hija obediente, la nuera sumisa, la esposa resignada?

Mateo lloró esa noche más que nunca. Lo acuné junto a la ventana mientras veía las luces rojas de los coches pasar por la avenida. Pensé en marcharme. Pensé en dejarlo todo: a Diego, a las madres, a las expectativas imposibles.

Pero no podía. ¿Cómo iba a criar sola a un hijo? ¿Cómo iba a enfrentarme al qué dirán? En España, las familias son como raíces: te sostienen pero también te atan.

Al día siguiente, mi madre llegó antes de lo habitual. Me encontró llorando en la cocina.

—¿Qué te pasa ahora?— preguntó sin mucha paciencia.

—No puedo más, mamá. No puedo con todo esto— solté entre sollozos.

Rosario se quedó callada por primera vez en meses. Me abrazó torpemente y me susurró:

—Yo tampoco pude muchas veces, hija. Pero seguimos adelante porque no hay otra.

Esa tarde, Carmen llegó con su habitual olor a colonia fuerte y su bolso lleno de reproches.

—¿Otra vez llorando? Lucía, tienes que ser fuerte por Mateo y por Diego. Las mujeres siempre hemos tirado del carro en esta familia.

Me sentí invisible. Nadie preguntaba qué quería yo. Nadie escuchaba mis silencios ni mis gritos ahogados.

Una noche, después de acostar a Mateo, me senté con Diego en el sofá.

—Tenemos que hablar— dije con voz temblorosa.

Él suspiró y dejó el móvil a un lado.

—¿Otra vez?

—Sí, otra vez. No puedo seguir así. Siento que me estoy ahogando entre tu madre y la mía… entre tus problemas y los míos… Y tú ni siquiera me miras ya.

Diego se quedó callado un rato largo. Luego murmuró:

—No sé qué hacer, Lucía. Me siento inútil… Perdí el trabajo, no puedo darte lo que necesitas…

Por primera vez en meses vi lágrimas en sus ojos.

Nos abrazamos como dos náufragos aferrados a una tabla rota.

A partir de esa noche intentamos poner límites: menos visitas de las madres, más tiempo para nosotros tres. No fue fácil. Rosario protestó:

—¿Ahora no puedo ver a mi nieto cuando quiera?

Carmen se ofendió:

—Pues ya verás cuando Diego se entere de esto…

Pero resistimos. Buscamos ayuda: fuimos a terapia familiar en el centro de salud del barrio. Hablamos mucho —a gritos al principio, con lágrimas después— sobre lo que queríamos para Mateo y para nosotros mismos.

No todo se arregló como por arte de magia. A veces recaemos: Rosario sigue trayendo comida aunque le diga que no hace falta; Carmen sigue opinando sobre cómo crío a mi hijo; Diego y yo discutimos por tonterías cuando estamos cansados o asustados.

Pero algo cambió dentro de mí: aprendí a decir «no» sin sentirme culpable; aprendí a pedir ayuda sin vergüenza; aprendí que ser madre no significa desaparecer como mujer ni como persona.

Ahora miro a Mateo dormir y me pregunto: ¿Qué clase de madre quiero ser para él? ¿Una mujer rota por dentro o alguien capaz de luchar por su propia felicidad?

¿Y vosotros? ¿Alguna vez os habéis sentido atrapados entre lo que esperan los demás y lo que realmente necesitáis? ¿Cómo encontrasteis vuestra voz?