Entre el amor de madre y el abismo del silencio: la historia de Carmen y Lucía
—¿Por qué has vuelto con él, Lucía? —le pregunté, la voz temblorosa, mientras el olor a café recién hecho llenaba la cocina. Ella ni siquiera me miró. Sus dedos jugaban nerviosos con el asa de la taza, y en sus ojos, que tantas veces buscaron los míos en busca de consuelo, solo encontré un muro infranqueable.
Nunca imaginé que llegaría este día. Siempre pensé que entre mi hija y yo no habría secretos. Desde pequeña fue mi confidente, mi amiga, la persona en quien más confiaba. Cuando Lucía se casó con Sergio, yo estaba feliz por ella, aunque en mi interior algo me decía que aquel chico no era para ella. Pero ¿quién soy yo para juzgar? Me callé y la apoyé en todo.
El matrimonio no tardó en agrietarse. Sergio empezó a llegar tarde, a perder la paciencia por cualquier cosa. Lucía venía a casa llorando, buscando refugio en mis brazos. Yo la arropaba, le preparaba su comida favorita —ese cocido madrileño que tanto le gustaba de niña— y le susurraba que todo pasaría. Cuando finalmente decidió divorciarse, fui su roca. La acompañé a los abogados, cuidé de mis nietos mientras ella reconstruía su vida y nunca, nunca le reproché nada.
Pero ahora… ahora todo ha cambiado. Hace dos meses, Lucía apareció en casa con Sergio. Me lo soltó como quien deja caer una bomba: “Mamá, Sergio y yo hemos decidido darnos otra oportunidad”. Sentí cómo el suelo se abría bajo mis pies. ¿Otra oportunidad? ¿Después de todo lo que le hizo? ¿Después de tantas lágrimas?
Intenté mantener la calma. No quería perderla. Pero las palabras salieron solas:
—¿Y tus hijos? ¿Y todo lo que sufriste? ¿De verdad crees que la gente cambia así como así?
Lucía se levantó bruscamente, derramando el café sobre el mantel. Me miró con una mezcla de rabia y dolor.
—¡Tú no entiendes nada! —gritó—. ¡Siempre te metes en mi vida! ¡Déjame equivocarme si quiero!
Desde entonces, nada volvió a ser igual. Mis nietos apenas vienen a verme. Lucía responde a mis mensajes con monosílabos o directamente no responde. En el barrio, las vecinas cuchichean cuando paso por la panadería de doña Pilar: “Pobre Carmen, con lo buena madre que ha sido…”.
Mi marido, Antonio, intenta mediar:
—Carmen, dale tiempo. Lucía es adulta. Tiene derecho a tomar sus propias decisiones.
Pero ¿cómo se le explica a un padre lo que siente una madre? Yo solo quería protegerla. ¿Es eso tan malo?
Las noches se han vuelto interminables. Me despierto pensando si hice mal en apoyarla tanto durante el divorcio. Quizá debí mantenerme al margen, dejar que ella resolviera sus problemas sola. Pero entonces recuerdo su carita de niña asustada, sus manos aferradas a las mías cuando tenía miedo a la oscuridad… ¿Cómo iba a dejarla sola?
Un día, decidí ir a buscarla al colegio de los niños. La esperé junto al parque donde solíamos ir cuando era pequeña. Cuando llegó, me acerqué despacio.
—Lucía, por favor… Solo quiero hablar contigo.
Ella me miró con frialdad.
—No tengo nada que decirte, mamá.
—¿De verdad vas a dejar que esto nos separe? —le supliqué—. Eres mi hija…
—Pues compórtate como tal —me cortó—. No necesito que me salves.
Me quedé allí, viendo cómo se alejaba con los niños de la mano y Sergio esperándola en el coche. Sentí una punzada de celos: él había recuperado a mi hija y yo la había perdido.
Los días pasan lentos ahora. La casa está más silenciosa que nunca. Antonio intenta animarme:
—Carmen, tienes que dejarla volar.
Pero ¿cómo se aprende a soltar a un hijo? ¿Cómo se deja de ser madre?
A veces pienso en llamarla y pedirle perdón por haber intentado protegerla demasiado. Otras veces me invade la rabia: ¿acaso no ve todo lo que he hecho por ella? ¿No recuerda las noches en vela, los sacrificios?
El domingo pasado fue el cumpleaños de mi nieta Paula. No me invitaron. Vi las fotos en el Facebook de Lucía: todos sonriendo alrededor de una tarta rosa, Sergio abrazando a Lucía como si nada hubiera pasado. Yo sola en casa, mirando una vela encendida sobre un trozo de bizcocho comprado en el supermercado.
La soledad pesa más cuando viene acompañada del silencio de los que amas.
Hoy he decidido escribir esta historia porque no sé qué más hacer con este dolor que me ahoga. Quizá alguien entienda lo que siento; quizá alguna madre haya pasado por lo mismo y pueda decirme cómo se sobrevive a esto.
¿De verdad es tan malo querer proteger a un hijo? ¿O es que llega un momento en el que debemos aprender a callar y dejarles cometer sus propios errores? ¿Alguna vez volverá mi hija a confiar en mí como antes?