Entre el amor y el arrepentimiento: ¿Podrá una madre y su hija reconciliarse?

—¿Por qué siempre tienes que hacerme sentir que no soy suficiente, mamá? —La voz de Lucía retumbó en el pasillo, tan afilada como el frío de enero que se colaba por la ventana del salón.

Me quedé paralizada, con el plato de lentejas temblando en mis manos. La televisión seguía encendida, pero ya no escuchaba nada. Solo el eco de sus palabras, tan familiares y tan dolorosas. Desde que Lucía se casó con Álvaro, hace ya cinco años, siento que cada conversación es una batalla perdida antes de empezar.

—No es eso, hija —intenté decir, pero ella ya había girado sobre sus talones, subiendo las escaleras a su antiguo cuarto, ese que ahora solo huele a recuerdos y a colonia barata.

Me llamo Carmen y tengo 58 años. Vivo en un piso antiguo en Chamberí, Madrid. Mi marido, Antonio, murió hace seis años de un infarto fulminante. Desde entonces, Lucía y yo nos hemos ido alejando. Ella encontró en los padres de Álvaro el refugio que yo no supe darle. Ellos tienen casa en la sierra, vacaciones en la playa y siempre una sonrisa para ella. Yo solo tengo mis manos ásperas y mi torpeza para decir lo que siento.

Recuerdo la primera vez que Lucía me comparó con sus suegros. Fue en Nochebuena, hace tres años. Había preparado cocido madrileño, como siempre hacía Antonio. Ella llegó tarde, con los ojos brillantes y las mejillas sonrojadas.

—Mamá, en casa de los padres de Álvaro todo es tan distinto… Hay música, risas… No sé, parece que allí sí saben cómo hacerme sentir bien.

Sentí una punzada en el pecho. No supe qué responder. Solo asentí y me fui a la cocina a fregar los platos.

Desde entonces, cada encuentro es una coreografía de reproches y silencios. Yo intento acercarme: le llevo tuppers con comida, le ofrezco ayuda con los niños, le pregunto por su trabajo en la escuela. Pero siempre hay una barrera invisible. Un muro hecho de palabras no dichas y heridas antiguas.

Una tarde de domingo, después de otra discusión absurda sobre cómo vestir a los niños para el parque, me senté en el sofá y lloré como no lo hacía desde la muerte de Antonio. Me pregunté en qué momento perdí a mi hija. ¿Fue cuando trabajaba doble turno para pagarle la universidad? ¿O cuando no supe consolarla tras su primer desamor?

Mi hermana Pilar me dice que me preocupo demasiado, que los hijos siempre vuelven. Pero yo veo cómo Lucía se aleja más cada día. Hace poco me confesó:

—Mamá, a veces siento que no me entiendes. Que solo quieres que haga las cosas a tu manera.

—Lucía, solo quiero ayudarte —le respondí con voz temblorosa.

—Pues ayúdame escuchándome —me dijo antes de colgar el teléfono.

Esa noche no dormí. Me levanté varias veces a mirar fotos antiguas: Lucía con trenzas en el Retiro, Lucía soplando las velas de su comunión, Lucía abrazada a Antonio en el sofá. ¿En qué momento se rompió todo?

Hace dos semanas, decidí escribirle una carta. No sabía si la leería, pero necesitaba decirle lo que nunca supe expresar en persona:

“Querida Lucía,
Sé que he cometido errores. Que muchas veces he sido dura o fría sin quererlo. Pero te juro que todo lo hice pensando en tu bien. Me duele verte alejarte y no saber cómo ayudarte. Ojalá puedas perdonarme algún día.”

No recibí respuesta. Pero al domingo siguiente vino a casa con los niños. No hablamos de la carta, pero me abrazó al llegar. Un abrazo breve, torpe, pero un abrazo al fin y al cabo.

A veces pienso que la vida nos pone pruebas imposibles solo para recordarnos lo mucho que necesitamos a quienes amamos. Yo sigo aquí, esperando a que Lucía vuelva del todo. Cocino sus platos favoritos, le guardo fotos de cuando era niña y rezo cada noche para que algún día podamos hablar sin miedo ni reproches.

¿Puede el amor de una madre curar heridas tan profundas? ¿O hay cosas que ni el tiempo ni el cariño pueden reparar? Me gustaría saber qué pensáis vosotros: ¿alguna vez habéis sentido que el amor no basta para salvar una relación?