Entre el amor y el rechazo: Mi segunda oportunidad y el precio de la familia

—¿Por qué tienes que venir siempre a cenar? —me espetó Lucía, la hija mayor de Carmen, mientras dejaba el tenedor sobre el plato con un golpe seco. El silencio cayó sobre la mesa como una losa. Carmen me miró, buscando en mis ojos una respuesta que ni yo mismo tenía. Álvaro, su hermano menor, bajó la cabeza y jugueteó con el móvil, fingiendo que no escuchaba.

En ese instante sentí cómo el aire se volvía denso, casi irrespirable. No era la primera vez que me enfrentaba a esa pregunta, pero cada vez dolía más. Recordé los años de soledad tras mi divorcio, las noches en mi piso de Vallecas donde el eco de mi propia voz era mi única compañía. Cuando conocí a Carmen en aquel curso de fotografía en Lavapiés, sentí que la vida me daba una segunda oportunidad. Ella era luz, risa, ganas de vivir. Pero nunca imaginé que amar a alguien pudiera ser tan complicado.

—Lucía, por favor —intervino Carmen con voz temblorosa—, no es necesario hablar así.

—¿Y cómo quieres que hable? —replicó Lucía—. No le conozco de nada y ya está aquí como si fuera parte de la familia.

Me quedé helado. ¿Parte de la familia? ¿Alguna vez lo sería? Miré a Carmen buscando consuelo, pero ella solo pudo apretar mi mano bajo la mesa. Sentí su apoyo, pero también su cansancio. No era fácil para ninguno de los dos.

Después de la cena, mientras Carmen recogía los platos y los chicos se encerraban en sus habitaciones, me quedé solo en el salón mirando las fotos familiares en la estantería. Allí estaban los recuerdos de una vida en la que yo no tenía cabida: vacaciones en la playa de Cádiz, cumpleaños llenos de globos y sonrisas, un padre ausente pero omnipresente en cada imagen.

Carmen se sentó a mi lado y me abrazó.

—Lo siento, Mateo —susurró—. No sé qué hacer para que esto funcione.

—No tienes que disculparte —le respondí—. Son tus hijos…

—Pero también eres tú —me interrumpió—. Y yo os quiero a los tres.

Esa noche volví a casa caminando bajo la lluvia. Las luces de Madrid se reflejaban en los charcos y sentí que cada paso me alejaba más de esa familia que tanto deseaba formar parte. ¿Era egoísta por querer un sitio en sus vidas? ¿O simplemente ingenuo?

Los días siguientes fueron una sucesión de silencios incómodos y miradas esquivas. Intenté acercarme a Lucía ofreciéndole ayuda con sus estudios de Selectividad, pero ella me rechazó con frialdad:

—No necesito tu ayuda. Mi padre ya me explicó todo.

Álvaro era más hermético aún. Apenas salía de su habitación y cuando lo hacía, evitaba cruzar palabra conmigo. Solo una vez le escuché decirle a su hermana:

—Ojalá mamá vuelva con papá.

Esa frase me atravesó como un cuchillo. ¿Era yo el obstáculo para su felicidad? Empecé a dudar de todo: de mi relación con Carmen, de mi capacidad para ser aceptado, incluso de mi propio valor como persona.

Una tarde, mientras esperaba a Carmen en una cafetería cerca del Retiro, vi a una madre abrazar a su hijo pequeño tras una rabieta. El niño lloraba desconsolado y ella le susurraba palabras al oído hasta calmarle. Me pregunté si alguna vez podría tener ese tipo de vínculo con Lucía o Álvaro. O si estaba condenado a ser siempre un extraño en su casa.

Carmen llegó tarde y se sentó frente a mí con los ojos hinchados.

—Mateo, tenemos que hablar —dijo con voz rota—. Los chicos están sufriendo mucho… Y yo también.

Sentí un nudo en la garganta.

—¿Quieres que lo dejemos?

Ella negó con la cabeza y me tomó las manos.

—No quiero perderte. Pero tampoco puedo perder a mis hijos.

Nos quedamos en silencio largo rato. Afuera llovía otra vez y la ciudad parecía llorar conmigo.

Esa noche decidí escribirle una carta a Lucía. Le conté mi historia: cómo había perdido a mi propia hija tras el divorcio porque su madre se fue a vivir a Barcelona; cómo cada Navidad era un recordatorio de lo que no tenía; cómo conocer a Carmen me devolvió la esperanza. Le pedí perdón si le había hecho daño sin querer y le aseguré que no pretendía ocupar el lugar de nadie, solo quería sumar.

Dejé la carta sobre su escritorio y me marché antes de que llegaran del instituto. Pasaron días sin respuesta. Empecé a pensar que había cometido un error aún mayor.

Un sábado por la mañana, mientras ayudaba a Carmen a preparar churros para desayunar, Lucía entró en la cocina y se quedó mirándome fijamente.

—He leído tu carta —dijo al fin—. No sé si algún día podré aceptarte… pero gracias por intentarlo.

No pude evitar emocionarme. Era poco, pero era algo. Álvaro apareció detrás y murmuró un tímido «buenos días» antes de sentarse a la mesa. Por primera vez sentí que había una rendija por donde podía entrar la luz.

La convivencia siguió siendo difícil: discusiones por cosas pequeñas, silencios incómodos, recuerdos del pasado que pesaban demasiado. Pero también hubo momentos buenos: una tarde jugando al parchís todos juntos, una conversación sobre música indie con Álvaro, una sonrisa furtiva de Lucía cuando le conté un chiste malo.

A veces pienso si valdrá la pena tanto esfuerzo. Si algún día dejaré de ser «el novio de mamá» para convertirme en Mateo, simplemente Mateo. ¿Cuántas veces puede uno empezar de nuevo sin romperse del todo?

¿Vosotros qué haríais? ¿Seguiríais luchando por un sitio en una familia que no es la vuestra o renunciaríais para no hacer daño? A veces me pregunto si el amor basta para curar todas las heridas.