Entre el amor y el reproche: la historia de una abuela española

—Mamá, no puedo más… —La voz de Lucía temblaba al otro lado del teléfono, como si el frío de la noche se hubiera colado en sus palabras—. No quiero separarme de Diego, pero… necesito trabajar. No puedo con todo. Por favor, ayúdame.

Recuerdo perfectamente esa noche. El reloj marcaba las dos y media de la madrugada y la lluvia golpeaba los cristales del salón. Me levanté del sofá con el corazón encogido. Sabía que Lucía estaba sola en Barcelona, luchando por sacar adelante a Diego tras aquel divorcio tan amargo con Sergio. Yo vivía en Madrid, en nuestro piso de toda la vida, ese que aún olía a los veranos en la playa y a los guisos de mi madre. Pero esa noche, todo cambió.

—Tranquila, hija. Vente a casa. Aquí Diego tendrá lo que necesite y tú podrás respirar un poco —le dije, intentando sonar fuerte, aunque por dentro sentía un miedo atroz.

A la semana siguiente, Lucía llegó con Diego y una maleta pequeña. Tenía ojeras profundas y la mirada perdida. Me abrazó fuerte, como cuando era niña y se caía de la bici. Diego, con apenas tres años, se aferró a mi pierna sin entender nada.

Así empezó todo. Lucía encontró trabajo en una consultora en Barcelona y decidió instalarse allí definitivamente. Venía a Madrid algunos fines de semana, pero cada vez menos. Al principio llamaba todos los días para hablar con Diego, pero pronto las llamadas se volvieron breves y espaciadas. Yo me convertí en madre otra vez: llevaba a Diego al colegio, le preparaba la merienda, le curaba las rodillas peladas y le leía cuentos antes de dormir.

—¿Por qué mamá no viene hoy? —me preguntaba Diego cada domingo por la tarde.
—Está trabajando mucho para que tengas un futuro bonito —le respondía yo, tragándome las lágrimas.

Los años pasaron volando. Diego creció entre mis brazos y los paseos por el Retiro. Aprendió a montar en bici conmigo, celebró sus cumpleaños rodeado de mis amigas del barrio y fue el orgullo de mi vida cuando sacó matrícula en matemáticas. Pero cada vez que veía a Lucía por videollamada o en alguna visita fugaz, notaba una distancia insalvable entre ella y su hijo.

Un día, cuando Diego tenía diez años, Lucía apareció sin avisar. Era primavera y los almendros estaban en flor. Entró en casa con una maleta grande y una sonrisa nerviosa.

—Mamá, he pedido el traslado a Madrid. Quiero recuperar el tiempo perdido con Diego —anunció mientras me abrazaba.

No supe qué decirle. Por un lado sentí alivio; por otro, miedo. ¿Cómo iba a reaccionar Diego? ¿Cómo íbamos a reconstruir lo que el tiempo había erosionado?

Las primeras semanas fueron un caos. Lucía intentaba acercarse a Diego, pero él apenas le dirigía la palabra. Se encerraba en su cuarto o se refugiaba conmigo en la cocina.

—No entiendo por qué no me habla —me confesó Lucía una noche—. ¿Qué has hecho para que me vea como una extraña?

Me dolió escucharla. No era justo. Yo solo había intentado proteger a mi nieto del vacío y la soledad.

—Lucía, tú tomaste tus decisiones… Yo solo estuve aquí cuando me necesitasteis —le respondí con voz temblorosa.

—¡Pero es mi hijo! —gritó ella—. ¡Tú me lo has quitado! ¡Me has robado su infancia!

Sus palabras me atravesaron como cuchillos. Lloré esa noche como hacía años que no lloraba. ¿Había hecho mal? ¿Había sido egoísta al querer llenar el hueco que ella dejó?

Los días siguientes fueron tensos. Diego empezó a tener pesadillas y a sacar malas notas. Lucía se desesperaba; yo intentaba mediar sin éxito.

Una tarde, mientras preparaba croquetas en la cocina, Diego entró cabizbajo.

—Abuela… ¿por qué mamá está tan triste?

Me arrodillé a su altura y le abracé.

—Porque te quiere mucho y tiene miedo de que no la quieras igual —le susurré.

Esa noche, Diego fue al cuarto de Lucía y se metió en su cama sin decir palabra. Ella lo abrazó fuerte y lloraron juntos durante horas.

Poco a poco, madre e hijo empezaron a reconstruir su relación. No fue fácil: hubo reproches, silencios incómodos y muchas lágrimas. Pero también hubo risas nuevas, paseos juntos y promesas de no volver a separarse.

Ahora que han pasado dos años desde aquel reencuentro, sigo preguntándome si hice lo correcto. ¿Fui demasiado protectora? ¿Debí haber insistido más para que Lucía estuviera presente? ¿O simplemente hice lo que cualquier madre haría por su hija y su nieto?

A veces me siento culpable; otras veces orgullosa. Pero siempre agradecida por haber tenido la oportunidad de ser madre dos veces.

¿Vosotros qué haríais en mi lugar? ¿Se puede reparar el tiempo perdido o las heridas familiares nunca terminan de cerrarse?