Entre el Amor y la Lealtad: La Sombra de Ariana

—¿Otra vez, Guillermo? —pregunté, intentando que mi voz no temblara mientras él sonreía mirando la pantalla del móvil.

—Es mi madre, Lucía. Solo quiere saber si he comido —respondió él, como si fuera lo más normal del mundo que Ariana llamara a las tres de la tarde, a las siete y a las once de la noche, cada día, sin excepción.

No era solo eso. Ariana estaba en todas partes. Cuando abría la nevera y veía los tuppers perfectamente etiquetados con su letra, cuando encontraba notas pegadas en el espejo del baño con consejos sobre cómo cuidar a «su niño», o cuando llegaba a casa y la encontraba sentada en nuestro sofá, criticando el polvo en las estanterías o el color de las cortinas. «Solo quiero ayudar», decía siempre, pero su ayuda era una invasión.

Guillermo y yo llevábamos dos años casados. Nos conocimos en la universidad de Salamanca, y al principio todo era perfecto. Él era atento, divertido, y me hacía sentir especial. Pero pronto entendí que había una tercera persona en nuestra relación: su madre. Ariana era una mujer imponente, siempre impecable, con el pelo rubio perfectamente peinado y vestidos que parecían sacados de una revista. Desde que se divorció de su marido, se volcó por completo en Guillermo. «Eres mi vida», le repetía constantemente.

Al principio pensé que era normal, que después del divorcio necesitaba apoyarse en su hijo. Pero con el tiempo, su presencia se volvió asfixiante. Recuerdo una tarde de domingo en la que intenté hablarlo con Guillermo:

—Cariño, ¿no crees que tu madre debería llamarte menos? —le pregunté mientras recogíamos la mesa.

Él dejó los platos y me miró serio:

—Lucía, mi madre lo ha dado todo por mí. No puedo dejarla sola ahora. Tú sabías cómo era antes de casarnos.

—Pero ahora somos una familia tú y yo. Necesito que me priorices a mí también.

Guillermo suspiró y se encogió de hombros:

—Mi madre siempre será lo primero. Le debo todo.

Sentí un nudo en el estómago. ¿Y yo? ¿Dónde quedaba yo en esa ecuación?

Las cosas empeoraron cuando Ariana empezó a venir sin avisar. Un día llegué del trabajo y la encontré reorganizando mi armario.

—¡Ay, Lucía! Estas camisas no te favorecen nada. Deberías vestirte más como yo cuando tenía tu edad —me dijo con una sonrisa forzada.

—Ariana, preferiría que no tocases mis cosas —respondí intentando mantener la calma.

Ella me miró como si fuera una niña caprichosa:

—Solo intento ayudarte, hija. Si no te gusta, dímelo a la cara.

Esa noche discutí con Guillermo. Él defendió a su madre, diciendo que solo quería lo mejor para nosotros. Yo sentí que me estaba volviendo invisible en mi propia casa.

La gota que colmó el vaso llegó el día de nuestro aniversario. Había planeado una cena romántica en casa, velas y música suave. A las nueve sonó el timbre: era Ariana, con una tarta casera y una botella de vino.

—¡No podía dejar pasar este día tan especial para mi niño! —exclamó entrando sin esperar invitación.

Vi cómo Guillermo se iluminaba al verla. Yo solo quería desaparecer.

Esa noche lloré en silencio mientras él dormía abrazado a su móvil, esperando el mensaje de buenas noches de su madre.

Empecé a dudar de mí misma: ¿era yo demasiado exigente? ¿Estaba siendo injusta con Ariana? Pero cada vez que intentaba poner límites, Guillermo me acusaba de ser egoísta.

Un día decidí hablar con mi madre, Carmen. Ella me escuchó en silencio y luego me dijo:

—Lucía, tienes que hacerte respetar. Si no pones límites ahora, nunca tendrás tu propio espacio.

Animada por sus palabras, preparé una cena para los tres: Guillermo, Ariana y yo. Quería hablarlo todo abiertamente.

—Ariana —empecé con voz firme—, agradezco todo lo que haces por nosotros, pero necesito que respetes nuestro espacio como pareja.

Ella me miró sorprendida y luego sonrió con frialdad:

—¿Eso es lo que quieres, Guillermo? ¿Que tu madre desaparezca?

Guillermo dudó unos segundos eternos antes de responder:

—Mamá… Lucía tiene razón. Necesitamos tiempo para nosotros.

Ariana se levantó bruscamente y salió dando un portazo. Esa noche Guillermo no me habló. Al día siguiente se fue temprano a casa de su madre y no volvió hasta tarde.

Durante semanas vivimos en tensión. Guillermo estaba distante y yo sentía que había perdido tanto a mi marido como a mi paz mental. Empecé a preguntarme si merecía la pena seguir luchando por alguien que no estaba dispuesto a luchar por mí.

Una tarde recibí un mensaje de Ariana: «Espero que seas feliz ahora que has conseguido alejarme de mi hijo». Sentí rabia e impotencia. ¿Por qué tenía que elegir? ¿Por qué el amor tenía que ser una batalla?

Finalmente, tras muchas noches sin dormir y lágrimas escondidas bajo la almohada, le dije a Guillermo:

—No puedo seguir así. O decides construir una familia conmigo o sigues siendo solo el hijo de tu madre.

Él me miró con tristeza y miedo. No respondió enseguida. Y yo entendí que a veces amar también es saber cuándo marcharse.

Hoy escribo estas líneas desde el piso pequeño al que me mudé hace un mes. Echo de menos muchas cosas, pero sobre todo echo de menos sentirme importante para alguien. ¿Cuántas mujeres han tenido que competir con la sombra de una suegra? ¿Cuándo aprenderemos a poner límites sin sentirnos culpables?