Entre el amor y la sangre: Mi abuela no acepta a mi prometido
—Si yo quiero, lo echo de casa y no vuelve a entrar nunca más, Lucía. ¿Me has entendido?— La voz de mi abuela resonó en el pasillo, tan fría como la cerámica bajo mis pies descalzos. Me quedé paralizada, con las llaves aún temblando en la mano. Había vuelto a casa de mis padres en Salamanca para pasar el fin de semana, y había traído a Sergio conmigo, ilusionada, creyendo que esta vez sería diferente.
Pero no. Mi abuela Carmen, con su moño apretado y su delantal de flores, ni siquiera lo miró cuando entramos. «Tú y tu… ese», murmuró al verme, negándose una vez más a pronunciar su nombre. Sergio me apretó la mano, intentando sonreír, pero yo sentí cómo se me encogía el estómago. ¿Por qué tenía que ser tan difícil?
Desde que le conté que quería casarme con Sergio, mi abuela se convirtió en una sombra amarga en cada reunión familiar. «No es de los nuestros», repetía. «No tiene raíces aquí, no sabe lo que es una familia de verdad». Sergio nació en Cádiz, hijo de un marinero y una costurera, y aunque llevaba años viviendo en Salamanca, para mi abuela era un extraño. «No sabe ni hacer un buen cocido», decía con desprecio.
Intenté razonar con ella mil veces. «Abuela, Sergio me hace feliz. Es trabajador, honesto… ¿qué más quieres?» Pero ella solo respondía con silencio o con frases cortantes: «La felicidad no da de comer» o «Ya verás cuando te deje tirada». Mi madre intentaba mediar, pero acababa llorando en la cocina mientras mi padre se refugiaba en el periódico.
Aquella tarde, después del ultimátum de mi abuela, subí corriendo a mi habitación. Sergio me siguió en silencio. Cerré la puerta y me derrumbé sobre la cama.
—¿Por qué no me quiere? ¿Qué he hecho mal?— sollozaba.
Sergio se sentó a mi lado y me acarició el pelo.
—No es contigo, Lucía. Es conmigo. No sé qué le he hecho para caerle tan mal.
—Nada. Solo existir— respondí, sintiéndome culpable por haberle arrastrado a este infierno familiar.
Esa noche cenamos en silencio. Mi abuela no se sentó a la mesa. Desde la cocina se oía el tintineo de los platos y sus rezos en voz baja. Mi padre intentó romper el hielo preguntando por el trabajo de Sergio, pero mi madre le lanzó una mirada suplicante para que no removiera más las aguas.
Al día siguiente, mientras Sergio salía a comprar pan, me encontré sola con mi abuela en el salón. Ella tejía sin mirarme.
—¿Por qué te empeñas en traerlo aquí?— preguntó de repente.
—Porque es mi pareja, abuela. Porque quiero que formes parte de mi vida— respondí con voz temblorosa.
Ella dejó las agujas sobre su regazo y me miró por fin, con esos ojos grises llenos de orgullo y miedo.
—Tu abuelo era un hombre de verdad. Trabajaba de sol a sol en el campo y nunca se quejaba. Este… tu ese… tiene manos de oficinista y sueños de niño chico.
—Sergio trabaja duro, abuela. Y me quiere. ¿Eso no cuenta?
—El amor se acaba, Lucía. La familia es para siempre.
Salí corriendo antes de romper a llorar otra vez. ¿Por qué no podía entenderlo? ¿Por qué su amor era tan condicionado?
Las semanas siguientes fueron un infierno. Cada vez que llamaba a casa, mi madre me hablaba entre susurros: «Tu abuela está peor desde que te fuiste». Mi padre apenas decía nada. Yo sentía que estaba perdiendo a todos por intentar ser feliz.
Una tarde decidí volver sola para hablar con ella cara a cara. Entré en la casa y la encontré sentada junto a la ventana, mirando las calles mojadas por la lluvia.
—Abuela, necesito que me escuches— dije sin rodeos.
Ella no respondió, pero tampoco me echó.
—Voy a casarme con Sergio. Te guste o no. Pero quiero que estés conmigo ese día. No quiero mirar atrás y arrepentirme de no haberte tenido cerca.
Vi cómo sus manos temblaban sobre el regazo.
—¿Y si te equivocas? ¿Y si te rompe el corazón?
Me arrodillé junto a ella y le cogí las manos.
—Entonces estaré aquí para recoger los pedazos. Pero necesito vivir mi vida, abuela. No puedo seguir viviendo la tuya.
Por primera vez vi lágrimas en sus ojos.
—Eres igual que tu madre… igual de terca— murmuró.
Nos abrazamos en silencio mientras fuera seguía lloviendo.
El día de la boda llegó y mi abuela apareció vestida de azul oscuro, seria pero digna. No sonrió durante la ceremonia, pero cuando Sergio me besó, vi cómo se le escapaba una lágrima furtiva.
Hoy sigo luchando por unir dos mundos que parecen irreconciliables: el pasado orgulloso de mi familia y el futuro incierto junto al hombre que amo. A veces me pregunto si alguna vez conseguiré que mi abuela vea a Sergio como algo más que «ese».
¿Hasta dónde estamos dispuestos a llegar por amor? ¿Cuánto pesa la sangre frente al corazón?