Entre el amor y la soledad: la historia de Nora

—¿Otra vez va a dejar los platos sucios, Nora? —La voz de Camila, mi nuera, retumbó en la cocina mientras yo intentaba disimular el temblor de mis manos.

No respondí. Sentí el calor subirme al rostro, la vergüenza mezclada con rabia. Yo, que había criado a dos hijos sola durante años en un barrio de Buenos Aires, ahora tenía que soportar los reproches de una mujer que apenas conocía. Mi hijo Nathan, su esposo, estaba en el trabajo. Y yo, después de la muerte de mi marido hace dos años, me había mudado con ellos porque no podía pagar el alquiler sola.

Al principio pensé que sería temporal. «Mamá, no te preocupes, aquí siempre tendrás un lugar», me dijo Nathan cuando me ayudó a cargar las cajas con mis pocas pertenencias. Pero las cosas cambiaron rápido. Camila empezó a mirarme con desconfianza, como si yo fuera una intrusa en su territorio. Todo lo que hacía parecía molestarle: si cocinaba, si limpiaba, si me sentaba a ver televisión. Hasta mi manera de doblar las toallas era motivo de discusión.

Una tarde, mientras preparaba mate en la cocina, escuché a Camila hablando por teléfono en voz baja:

—No sé cuánto más voy a aguantarla… Sí, sí, es la mamá de Nathan pero… ¡no puedo vivir así! —decía.

Sentí un nudo en el estómago. Me encerré en mi cuarto y lloré en silencio. ¿En qué momento me convertí en una carga? ¿No era yo la que se desvelaba por mis hijos cuando eran pequeños? ¿La que vendía empanadas en la esquina para pagarles los útiles escolares?

Esa noche, Nathan llegó tarde y lo esperé despierta. Cuando entró al cuarto, le hablé con voz baja:

—Hijo, creo que es mejor que me vaya unos días a casa de Lucía.

Nathan me miró sorprendido.

—¿Por qué, mamá? ¿Pasó algo?

—No quiero causar problemas —le respondí—. Solo necesito un poco de aire.

Él asintió, aunque noté el alivio en sus ojos. Al día siguiente, preparé mi bolso y tomé el colectivo hasta el barrio de Flores, donde vive mi hija Lucía con su esposo y sus dos hijos pequeños.

Lucía abrió la puerta y me abrazó fuerte.

—¡Mamá! ¿Qué hacés acá tan temprano?

—Vine a pasar unos días —le dije, intentando sonreír.

Al principio todo fue bien. Lucía me preparó café y me presentó a sus vecinos como «la mejor mamá del mundo». Pero pronto noté que algo no estaba bien. Su esposo, Diego, apenas me saludaba y los chicos hacían berrinche cada vez que intentaba ayudarlos con la tarea.

Una tarde escuché a Lucía discutir con Diego en la cocina:

—No podemos tenerla acá todo el tiempo —decía él—. Ya bastante tenemos con los chicos y el trabajo.

—Es mi mamá —respondió Lucía—. No puedo dejarla sola.

Me sentí invisible. Empecé a salir a caminar por el barrio para no molestar. Me sentaba en la plaza y miraba a los niños jugar, recordando cuando Nathan y Lucía eran pequeños y corrían por el patio de nuestra casa humilde en Lanús. Pensaba en mi marido, en cómo nos reíamos juntos aunque no tuviéramos nada.

Una noche, mientras cenábamos, Lucía me miró con tristeza:

—Mamá… ¿no preferirías estar en tu casa? Acá estamos todos apretados y… bueno, vos sabés cómo es Diego.

Sentí un frío recorrerme el cuerpo. No dije nada. Terminé mi sopa y me fui a acostar temprano.

Al día siguiente, preparé mis cosas sin hacer ruido. Antes de irme, Lucía me abrazó fuerte:

—Perdoname, má… Yo te quiero mucho pero… no sé cómo ayudarte.

Caminé hasta la parada del colectivo sintiéndome más sola que nunca. Pensé en volver a casa de Nathan pero recordé la mirada fría de Camila y descarté la idea. No tenía adónde ir.

Durante días vagabundeé por la ciudad buscando trabajo como niñera o limpiando casas por horas. Nadie quería contratar a una mujer de 55 años sin estudios ni referencias recientes. Dormí dos noches en casa de una vecina del barrio que me vio llorando en la plaza.

Una tarde recibí un mensaje de Lucía:

«Má, ¿dónde estás? Estoy preocupada por vos».

Le respondí que estaba bien pero necesitaba tiempo para pensar. No quería ser una carga para nadie.

Esa noche recordé las palabras de mi madre antes de morir: «Los hijos crecen y hacen su vida; uno tiene que aprender a vivir para sí misma». Pero ¿cómo se hace eso cuando toda tu vida fuiste madre antes que mujer?

Pasaron semanas antes de que Nathan me llamara:

—Mamá… Camila quiere hablar con vos. Dice que podemos intentar llevarnos mejor si ponemos algunas reglas claras.

Acepté volver por unos días, aunque ya no era lo mismo. Ahora tenía miedo de ocupar demasiado espacio, de hablar más de la cuenta o de hacer ruido al caminar por la casa.

A veces escucho a Camila suspirar cuando paso cerca o veo a Nathan mirar el celular mientras le cuento cómo fue mi día. Lucía me llama cada tanto pero siempre está apurada o cansada.

Me pregunto si esto es lo que nos espera a todas las madres cuando los hijos crecen: convertirnos en fantasmas dentro de sus vidas ocupadas.

¿En qué momento dejamos de ser el centro del mundo para convertirnos en un estorbo? ¿Será posible volver a encontrar nuestro lugar cuando todo lo que fuimos parece ya no importar?