Entre el amor y la sombra de mi suegra: una vida en vilo
—¿Otra vez has dejado la puerta del baño abierta? —La voz de Lidia retumbó por el pasillo, cortando el silencio de la mañana como un cuchillo afilado. Me quedé quieto, cepillo de dientes en mano, mirando mi reflejo en el espejo empañado. No era la primera vez que me sentía un intruso en mi propia casa.
Victoria apareció detrás de mí, su rostro pálido y los ojos cansados. —Ignórala, Pablo —susurró—. Ya sabes cómo es mamá.
Pero ¿cómo ignorar a alguien que vive con nosotros desde hace seis meses? Cuando Victoria me lo propuso, tras la caída de su padre y la soledad de su madre, no supe negarme. «Solo será temporal», me prometió. Pero en España, lo temporal a veces se convierte en eterno.
Al principio intenté adaptarme. Lidia cocinaba platos tradicionales —cocido madrileño, lentejas, croquetas— y llenaba la casa de aromas que evocaban infancia y hogar. Pero pronto esos olores se mezclaron con reproches y miradas de desaprobación. «Así no se friega el suelo», «¿Vas a dejar que Victoria saque la basura?», «En mi época los hombres ayudaban más». Cada frase era una piedra más en el muro que crecía entre Victoria y yo.
Las discusiones empezaron a ser diarias. Una noche, mientras cenábamos tortilla de patatas, Lidia soltó:
—Victoria, hija, ¿te has fijado en cómo Pablo deja siempre los calcetines tirados? Eso no pasaba en casa.
Victoria bajó la mirada. Yo apreté los dientes.
—Mamá, por favor…
—Solo digo que si no le enseñas ahora, luego será peor.
Me levanté de la mesa sin decir palabra. En el dormitorio, escuché a Victoria llorar bajito. Me acerqué y le tomé la mano.
—No puedo más —susurré—. Esto no es vida.
Ella me miró con los ojos llenos de culpa y miedo.
—Es mi madre, Pablo. No puedo dejarla sola.
—¿Y a mí sí puedes dejarme solo?
El silencio fue más doloroso que cualquier grito.
Los días pasaban y la tensión crecía. Lidia empezó a decidir hasta lo que comprábamos en el supermercado. Cambió el café por descafeinado porque «a Victoria le sienta mal la cafeína». Cambió las cortinas del salón porque «esas no combinan con los muebles». Incluso organizó una cena con sus amigas del barrio sin consultarnos, usando nuestra casa como si fuera suya.
Una tarde de domingo, mientras veía el partido del Atlético con mi amigo Sergio, Lidia entró en el salón y apagó la tele sin previo aviso.
—Aquí no se grita ni se bebe cerveza en el sofá —sentenció—. Esta casa necesita orden.
Sergio me miró con lástima y se marchó sin decir nada más.
Empecé a llegar tarde del trabajo solo para evitarla. Me refugiaba en el bar de la esquina, donde Manolo, el camarero, me servía cañas y escuchaba mis lamentos.
—Eso no es vida, Pablo —me decía—. O pones límites o te vas a volver loco.
Pero poner límites era imposible. Cada vez que intentaba hablar con Victoria, ella se ponía a la defensiva o rompía a llorar.
—No entiendes lo que significa para mí —me repetía—. Mamá siempre ha estado ahí. Cuando papá murió…
Y yo sentía que competía con un fantasma y una madre omnipresente.
La gota que colmó el vaso llegó una noche de julio. Teníamos entradas para un concierto de Sabina, regalo de nuestro aniversario. Lidia fingió un mareo justo antes de salir.
—No puedo quedarme sola —dijo con voz temblorosa—. Me da miedo que me pase algo.
Victoria me miró suplicante. Yo ya sabía la respuesta antes de oírla:
—Lo siento, Pablo…
Esa noche dormí en el sofá. Y mientras escuchaba los pasos de Lidia por el pasillo, sentí que mi matrimonio se desmoronaba como un castillo de naipes.
Intenté hablar con mis padres, pero solo recibí consejos vacíos: «Es lo que toca cuando te casas», «Las familias son así». Pero yo no quería resignarme a vivir bajo las reglas de otra persona.
Un día, al volver del trabajo, encontré a Lidia sentada en mi sillón favorito, tejiendo una bufanda para Victoria.
—¿Sabes? —me dijo sin mirarme—. Las madres siempre sabemos lo que es mejor para nuestros hijos. Tú deberías agradecérmelo.
Sentí una rabia sorda subir por mi garganta.
—¿Y quién sabe lo que es mejor para mí? —pregunté en voz baja.
Lidia sonrió con suficiencia y siguió tejiendo.
Esa noche enfrenté a Victoria por última vez.
—O tu madre o yo —le dije, temblando—. No puedo seguir así.
Victoria lloró como nunca antes la había visto llorar. Me abrazó fuerte, pero no me dio una respuesta clara.
Hoy escribo esto desde un pequeño piso alquilado en Lavapiés. Victoria sigue viviendo con su madre. Nos vemos a veces para tomar café y hablar del pasado como si fuera un sueño lejano. A veces me pregunto si hice bien o si debí luchar más fuerte por nosotros.
¿Hasta dónde debe llegar uno por amor? ¿Es posible construir una familia cuando otra nunca se va del todo? ¿Qué haríais vosotros en mi lugar?