Entre el duelo y el olvido: Mi familia en la sombra
—¿Otra vez te vas a casa de Lucía? —le pregunté a Álvaro mientras se ponía la chaqueta, sin mirarme a los ojos. El reloj marcaba las nueve y media de la noche y nuestros hijos, Marta y Sergio, ya estaban en pijama esperando que su padre les leyera el cuento. Pero él, como cada noche desde hace meses, tenía otra prioridad.
—No puedo dejarla sola, Laura. ¿No lo entiendes? —me respondió con voz cansada, casi derrotada. Ni siquiera se molestó en disimular el fastidio.
Desde que su hermano menor, Diego, murió en aquel accidente absurdo en la A-6, nada volvió a ser igual. Diego era el alma de las reuniones familiares, el que siempre tenía una broma a mano y una sonrisa para todos. Su muerte dejó un vacío imposible de llenar, pero lo que nadie esperaba era que ese vacío se tragara también a mi marido.
Lucía, la viuda de Diego, se quedó con dos niños pequeños y una hipoteca imposible en un piso de Vallecas. Álvaro se sintió responsable desde el primer momento. Al principio lo entendí: las primeras semanas fueron un torbellino de papeleo, lágrimas y visitas al tanatorio. Pero cuando los días se convirtieron en meses y las noches en ausencias, empecé a sentir que mi propia familia se desmoronaba.
—Papá no viene hoy tampoco, ¿verdad? —me preguntó Marta con voz bajita mientras le acariciaba el pelo.
—Está ayudando a los primos —le respondí, tragándome las lágrimas. ¿Cómo explicarles que su padre estaba físicamente aquí pero emocionalmente lejos?
Las discusiones con Álvaro se volvieron rutina. Yo le pedía que volviera a casa antes de cenar, que ayudara a Sergio con los deberes o simplemente que estuviera presente. Él me miraba como si yo fuera egoísta, como si pedirle que cuidara de sus propios hijos fuera una traición al recuerdo de Diego.
Una noche, después de otra discusión amarga, me encerré en el baño y llamé a mi madre.
—Mamá, no puedo más. Siento que he perdido a Álvaro aunque siga aquí —le confesé entre sollozos.
Ella suspiró al otro lado del teléfono.
—El duelo es muy traicionero, hija. Pero no puedes dejar que te arrastre a ti también. Habla con él desde el corazón, no desde el reproche.
Pero ¿cómo hablar desde el corazón cuando el tuyo está roto?
Un sábado por la mañana, decidí ir con los niños a casa de Lucía sin avisar. Quería ver con mis propios ojos qué era lo que mantenía a Álvaro tan lejos de nosotros. Al llegar, encontré a Lucía llorando en la cocina mientras Álvaro intentaba arreglar una persiana rota. Los niños jugaban en silencio en el salón.
—¿No ves que esto no es vida para nadie? —le solté a Álvaro cuando salimos al portal.
—¿Y qué quieres que haga? ¡No puedo abandonarlos! —me gritó, con los ojos llenos de rabia y culpa.
—Pero nos estás abandonando a nosotros —le respondí bajito, casi sin voz.
Esa noche dormimos espalda contra espalda. El silencio era tan denso que dolía respirar.
Los días siguientes fueron una sucesión de rutinas vacías. Yo llevaba a los niños al colegio, trabajaba en la oficina del centro y volvía a casa para encontrarla cada vez más fría. Álvaro llegaba tarde o ni siquiera venía a dormir. Empecé a preguntarme si aún éramos una familia o solo compartíamos techo por inercia.
Una tarde, recogiendo los dibujos de Sergio del suelo del salón, encontré uno que me rompió el alma: había dibujado a nuestra familia con papá muy lejos y una nube negra encima de su cabeza. Me senté en el sofá y lloré como no lo hacía desde el funeral de Diego.
Intenté hablar con Lucía. Quería entender si ella también sentía que esto no podía seguir así.
—Laura, yo no le pido nada. Sé que tiene su familia… pero tampoco sé cómo decirle que pare —me confesó ella entre lágrimas.
Me di cuenta entonces de que todos estábamos atrapados en una red de culpa y dolor. Nadie quería herir al otro, pero todos estábamos heridos.
Una noche, después de dejar a los niños dormidos, me armé de valor y enfrenté a Álvaro en la cocina.
—¿Cuándo fue la última vez que cenamos juntos? ¿Que escuchaste cómo le va a Marta en clase? ¿Que te reíste con Sergio? —le pregunté mirándole fijamente.
Él bajó la mirada y por primera vez vi miedo en sus ojos.
—Tengo miedo de olvidarme de Diego si dejo de cuidar de ellos —susurró.
Me acerqué y le tomé la mano.
—No vas a olvidarle nunca. Pero si sigues así, vas a perder todo lo demás.
Esa noche hablamos hasta el amanecer. Lloramos juntos por Diego, por nosotros y por todo lo que habíamos perdido sin darnos cuenta. Decidimos buscar ayuda profesional: terapia familiar para nosotros y apoyo psicológico para Lucía y los niños.
No fue fácil ni rápido. Hubo recaídas y días oscuros. Pero poco a poco Álvaro volvió a casa, aprendió a repartir su tiempo y su amor sin sentirse culpable. Marta y Sergio recuperaron la sonrisa y yo volví a sentirme parte de una familia.
A veces me pregunto si el dolor une o separa más que cualquier otra cosa. ¿Cuántas familias se rompen intentando salvar otras? ¿Dónde está el límite entre ayudar y olvidarse de uno mismo?