Entre el Olvido y el Regreso: La Verdad de mi Madre

—¿Por qué lloras, mi niña? —me preguntó mi abuela Rosa mientras me secaba las lágrimas con su delantal floreado. Yo tenía seis años y acababa de ver a mi madre, Lucía, subirse a un taxi con su nuevo novio, sin siquiera mirar atrás. El portazo aún retumbaba en la casa de paredes descascaradas en el barrio San Martín de Lima.

—¿Mamá va a volver? —le pregunté con la voz rota.

Mi abuela me abrazó fuerte. —Claro que sí, hijita. Pero ahora tú y yo vamos a estar bien.

No volví a ver a mi madre durante casi diez años. Crecí entre los aromas de guisos y el sonido de la radio antigua de mi abuela. Rosa era todo lo que una niña podía necesitar: paciencia infinita, manos cálidas y palabras dulces. Pero el hueco que dejó Lucía nunca se llenó del todo. En la escuela, cuando los otros niños hablaban de sus mamás, yo inventaba historias sobre la mía: que estaba trabajando lejos, que era enfermera en Arequipa, que pronto volvería con regalos. Mentiras piadosas para protegerme del dolor.

A los quince años, ya sabía la verdad: Lucía me había dejado porque su nuevo esposo, Javier, no quería hijos ajenos. Yo era un estorbo para su nueva vida. Mi abuela nunca habló mal de ella, pero sus ojos tristes decían más que cualquier palabra.

La vida con mi abuela no era fácil. El dinero apenas alcanzaba para el arroz y los frijoles. Yo ayudaba vendiendo gelatinas en la esquina después del colegio. A veces, cuando Rosa se enfermaba y no podía levantarse, yo me encargaba de todo: la comida, la limpieza, hasta bañarla con cuidado para no lastimarla. Aprendí a ser fuerte porque no había otra opción.

Una tarde de enero, cuando el calor hacía hervir el asfalto y las vecinas chismosas se sentaban en la vereda a hablar de todo y de nada, escuché un golpe en la puerta. Abrí y ahí estaba Lucía. Más delgada, con el cabello teñido de rubio barato y un bolso caro colgando del brazo.

—Hola, hija —dijo con una sonrisa nerviosa.

Me quedé paralizada. No sabía si abrazarla o cerrarle la puerta en la cara.

—¿Qué haces aquí? —pregunté al fin.

—Vine a verte… a ver cómo estás —balbuceó.

Mi abuela apareció detrás de mí, apoyada en su bastón. Su rostro era una mezcla de sorpresa y desconfianza.

—Lucía…

—Mamá —dijo Lucía, bajando la mirada—. Quiero hablar contigo y con Camila.

Nos sentamos en la mesa de la cocina. Lucía empezó a hablar de cosas triviales: el clima, el tráfico, lo difícil que era encontrar trabajo. Yo solo escuchaba el tic-tac del reloj y sentía una rabia sorda creciendo en mi pecho.

—¿Por qué volviste? —le solté de pronto—. ¿Por qué ahora?

Lucía me miró como si no esperara esa pregunta.

—Soy tu madre… te extrañé mucho…

Mi abuela apretó mi mano bajo la mesa. Yo no le creí ni una palabra.

Durante semanas, Lucía empezó a visitarnos cada vez más seguido. Traía bolsas con comida y ropa nueva para mí. Al principio pensé que tal vez había cambiado. Pero pronto noté cosas extrañas: preguntaba mucho sobre la casa, sobre los papeles de propiedad, sobre si mi abuela tenía ahorros o alguna pensión.

Una noche escuché una conversación entre Lucía y mi abuela:

—Mamá, deberías poner la casa a mi nombre. Así nadie podrá quitártela si te pasa algo —decía Lucía con voz melosa.

—La casa es para Camila —respondió Rosa con firmeza—. Ella es quien ha estado conmigo todos estos años.

Lucía se fue furiosa esa noche. Al día siguiente no vino. Ni al otro. Hasta que un día llegó con Javier y un abogado.

—Venimos a hablar sobre la herencia —dijo Javier sin rodeos—. Es mejor arreglar las cosas ahora que Rosa está viva.

Mi abuela temblaba de rabia e impotencia. Yo sentí cómo se me rompía algo por dentro.

—¡Ustedes solo quieren la casa! —grité—. ¡No les importa ni mi abuela ni yo!

Lucía intentó abrazarme pero yo me aparté.

—Camila, soy tu madre…

—¡No eres nada para mí! —le escupí las palabras como veneno.

Después de ese día, Lucía dejó de venir. Javier también desapareció. Mi abuela enfermó gravemente poco tiempo después; el médico dijo que era el corazón. Pasé noches enteras sentada junto a su cama, rezando para que no me dejara sola en este mundo tan frío.

Una madrugada, mientras le cambiaba el pañuelo húmedo en la frente, mi abuela me tomó la mano con fuerza inusitada.

—Camila… perdona a tu madre si puedes… pero nunca olvides quién estuvo contigo cuando más lo necesitaste…

Lloré como nunca antes lo había hecho cuando ella murió dos días después. El funeral fue pequeño; solo algunos vecinos y yo acompañamos su ataúd hasta el cementerio polvoriento del barrio.

Lucía apareció al final del entierro, vestida de negro y con gafas oscuras. No lloró ni una sola lágrima. Se acercó a mí y me dijo:

—Ahora podemos empezar de nuevo…

La miré fijamente y sentí una mezcla de lástima y desprecio.

—No necesito empezar nada contigo —le respondí—. Ya aprendí lo que es el verdadero amor… y tú no tienes nada que ver con eso.

Me fui caminando sola bajo el sol abrasador, sintiendo el peso del mundo sobre mis hombros pero también una extraña libertad. Sabía que tenía que empezar de cero: buscar trabajo, terminar mis estudios nocturnos y cuidar la casa que mi abuela me dejó como último acto de amor.

A veces me pregunto si algún día podré perdonar a Lucía o si ella alguna vez entenderá todo el daño que causó por su egoísmo. ¿Qué harían ustedes si estuvieran en mi lugar? ¿Es posible sanar cuando las heridas vienen de quien más debería amarte?