Entre el silencio y el olvido: La historia de una madre y su hija en Madrid
—¿Sabes lo que me ha contado Pilar? —La voz de mi vecina, Mercedes, retumbó en el descansillo mientras yo intentaba abrir la puerta con las bolsas del supermercado—. ¡Que vas a ser abuela! ¡Enhorabuena, Carmen!
Me quedé helada. El cartón de leche resbaló y cayó al suelo, derramándose sobre mis zapatos. Mercedes me miró con esa mezcla de compasión y curiosidad tan típica del barrio de Chamberí. Yo solo pude balbucear:
—¿Cómo dices?
—Sí, mujer, que Lucía está embarazada. Lo ha contado su suegra en la panadería. ¡Qué alegría!
No sentí alegría. Sentí un vacío tan grande que me costaba respirar. Mi hija, mi única hija, estaba embarazada y yo era la última en enterarme. Ni una llamada, ni un mensaje, ni siquiera una indirecta en nuestras escasas conversaciones de WhatsApp.
Entré en casa temblando, dejando las bolsas tiradas en el pasillo. Me senté en la mesa de la cocina y miré el móvil. Había un mensaje de Lucía de hacía tres días: “Mamá, ¿puedes pasarme la receta de las croquetas?” Nada más. Ni una palabra sobre su embarazo.
Recordé su infancia: Lucía siempre fue una niña callada, reservada. Yo trabajaba jornadas dobles como enfermera en el Hospital Clínico para sacarnos adelante después de que su padre, Antonio, nos dejara por otra mujer cuando Lucía tenía seis años. Nunca tuve tiempo para cuentos antes de dormir ni para tardes en el parque. Siempre pensé que el sacrificio bastaría para demostrarle mi amor.
Pero ahora, sentada sola en la cocina, me preguntaba si no habría confundido sacrificio con ausencia.
Esa noche no dormí. Di vueltas en la cama recordando las veces que Lucía me miraba desde la puerta cuando yo llegaba tarde del hospital, con los ojos grandes y tristes. Recordé cómo, al cumplir dieciséis años, empezó a pasar más tiempo en casa de su amiga Marta y luego con su novio, Álvaro. Cuando se casó, apenas me pidió ayuda con nada; todo lo organizó con su suegra, Teresa.
Teresa… Siempre tan presente, tan dispuesta. Ella sí tenía tiempo para Lucía. Iban juntas a comprar el vestido de novia, a elegir los muebles del piso nuevo en Vallecas. Yo solo recibía fotos por WhatsApp: “Mira qué bonito ha quedado el salón”.
Al día siguiente llamé a Lucía. Tardó en contestar.
—¿Sí?
—Hola, hija… ¿Tienes algo que contarme?
Silencio al otro lado.
—¿A qué te refieres?
—A tu embarazo —dije al fin, con la voz quebrada.
Escuché cómo respiraba hondo.
—Mamá… No quería agobiarte. Sé que estás siempre ocupada y…
—¿Y preferiste contárselo antes a Teresa? —La rabia y la tristeza se mezclaban en mi garganta.
—No fue así… Ella estaba conmigo cuando me hice la prueba. Álvaro estaba trabajando y… No sé, mamá. Me sentí más cómoda contándoselo a ella primero.
No supe qué decir. Colgué antes de romper a llorar.
Pasaron semanas sin hablarnos. Yo iba al trabajo como un autómata, saludando a los pacientes con una sonrisa vacía. En casa, el silencio era ensordecedor. Mercedes me traía noticias: “Lucía ya tiene barriga”, “Teresa le está ayudando a preparar la habitación del bebé”. Cada palabra era una puñalada.
Un domingo cualquiera decidí ir a verla sin avisar. Llevaba una bolsa con ropita de bebé que había comprado en El Corte Inglés y una caja de croquetas caseras. Cuando abrí la puerta del piso, Teresa estaba allí, sentada en el sofá junto a Lucía, riendo mientras hojeaban una revista de maternidad.
—¡Carmen! —exclamó Teresa—. ¡Qué sorpresa!
Lucía se levantó despacio y me abrazó con frialdad.
—Hola, mamá.
Me senté frente a ellas y durante unos minutos hablamos del embarazo como si fuéramos tres conocidas hablando del tiempo. Teresa contaba anécdotas de sus partos; Lucía asentía y sonreía tímidamente. Yo me sentía invisible.
Al irme, Lucía me acompañó hasta la puerta.
—Mamá… No quiero que pienses que no te necesito —susurró—. Es solo que… contigo siempre siento que te molesto.
Me quedé clavada en el umbral.
—¿Molestarme? Eres mi hija…
—Lo sé —dijo bajando la mirada—. Pero contigo siempre hay prisa o cansancio. Con Teresa puedo hablar sin sentirme culpable.
Me fui llorando por las escaleras.
Esa noche llamé a mi hermana Pilar y le conté todo entre sollozos.
—Carmen —me dijo—, aún estás a tiempo de acercarte a Lucía. Pero tienes que escucharla sin reproches. No basta con estar presente físicamente; hay que estar emocionalmente.
Durante semanas intenté acercarme a Lucía sin exigirle nada: le mandaba mensajes preguntando cómo se sentía, le ofrecí acompañarla al médico… Poco a poco empezó a responderme con más cariño. Un día incluso me pidió que le enseñara a hacer tortilla de patatas porque “al bebé le encantará”.
El día que nació mi nieto, Lucía me llamó antes que a nadie.
—Mamá… ¿Vienes al hospital? Quiero que seas la primera en conocer a Daniel.
Lloré como nunca antes.
Ahora Daniel tiene seis meses y cada domingo comemos juntas los tres: Lucía, Daniel y yo. Teresa también viene a veces; ya no siento celos, solo gratitud porque estuvo cuando yo no supe estar.
A veces me pregunto: ¿Cuántas madres creen que el sacrificio es suficiente? ¿Cuántas hijas esperan solo un poco de tiempo y escucha? ¿Y si hubiera hecho las cosas diferente? ¿Vosotros también habéis sentido alguna vez esa distancia con alguien a quien queréis?