Entre el silencio y la distancia: Mi vida tras el divorcio

—Papá, ¿por qué te vas? —La voz de Ana, temblorosa, aún resuena en mi cabeza cada noche. Aquella tarde de noviembre, mientras la lluvia golpeaba los cristales del salón, recogí mi maleta bajo la mirada fría de Lucía, mi exmujer. Elena, la pequeña, se aferraba a su peluche y evitaba mirarme. No supe qué decirles. No supe cómo explicarles que a veces los adultos nos rompemos por dentro y ya no sabemos cómo seguir juntos.

Desde entonces, han pasado dos años. Vivo en un piso pequeño en Vallecas, con las paredes desnudas y el eco de los recuerdos. Cada domingo preparo la mesa para tres, aunque casi nunca vienen. Ana me responde con monosílabos por WhatsApp: “Bien”, “No puedo”, “Estoy ocupada”. Elena ni siquiera abre mis mensajes. Me he convertido en un espectro en sus vidas, alguien que existió pero que ya no importa.

En el colegio, solía llevarlas de la mano hasta la puerta. Recuerdo cómo Ana me contaba sus sueños de ser veterinaria y Elena me pedía que le hiciera trenzas. Ahora, cuando paso cerca del parque donde jugábamos, veo a otros padres con sus hijos y siento una punzada de celos y tristeza. ¿En qué momento me convertí en un extraño para ellas?

La familia de Lucía nunca me perdonó. Su madre me mira con desprecio cuando voy a recoger a las niñas —en las pocas ocasiones que aceptan venir— y murmura cosas como “los hombres siempre igual”. Lucía dice que no les habla mal de mí, pero sé que el rencor se cuela en las conversaciones, en los silencios incómodos durante las cenas familiares.

Una tarde, desesperado, llamé a Ana:
—¿Podemos vernos este sábado? Podemos ir al Retiro, como antes.
—No sé, papá… Tengo cosas que hacer —su voz era distante, casi adulta.
—Ana, por favor…
—No quiero hablar ahora —colgó.

Me quedé mirando el móvil, sintiendo cómo la culpa me ahogaba. ¿Fue mi culpa? ¿Podría haber hecho algo diferente? Recuerdo las discusiones con Lucía: los gritos, los portazos, las noches sin dormir. Pensé que separarnos sería mejor para todos, pero ahora dudo de todo. ¿De verdad es posible que el amor entre un padre y sus hijas desaparezca por los errores de los adultos?

En el trabajo apenas hablo con nadie. Mis compañeros salen a tomar cañas después de la oficina y yo invento excusas para irme a casa. Allí, el silencio es ensordecedor. He intentado escribir cartas a mis hijas, pero nunca sé cómo empezar. ¿Les cuento lo solo que estoy? ¿Les pido perdón otra vez? ¿O simplemente espero a que algún día quieran volver?

Hace unos meses, Elena cumplió doce años. Le mandé un regalo: una pulsera con su nombre grabado. No recibí respuesta. Llamé a Lucía para preguntar si le había gustado.
—No quiere hablar contigo —me dijo seca—. Déjala tranquila.

Esa noche lloré como un niño. Me sentí inútil, invisible. Empecé a ir a terapia porque no podía soportar más la angustia. La psicóloga me dijo que debía tener paciencia, que los niños también sufren y necesitan tiempo para entender lo que ha pasado. Pero ¿y si nunca lo entienden? ¿Y si nunca me perdonan?

Un día encontré a Ana por casualidad en el metro. Iba con unas amigas y al verme bajó la mirada.
—Hola, Ana…
—Hola —respondió sin detenerse.
—¿Podemos hablar un momento?
—Tengo prisa —y se fue sin mirar atrás.

Me quedé allí parado, sintiendo que el mundo se desmoronaba bajo mis pies. ¿Cómo se repara algo tan roto?

A veces pienso en irme lejos, empezar de cero en otra ciudad donde nadie me conozca. Pero entonces recuerdo sus risas cuando eran pequeñas, las noches leyendo cuentos juntos, las promesas de estar siempre ahí para ellas… y no puedo rendirme.

He aprendido a vivir con la ausencia, pero no dejo de luchar por ellas. Cada cumpleaños les escribo una carta aunque no la lean. Cada Navidad dejo un regalo en casa de Lucía aunque sé que probablemente lo tiren o lo guarden sin abrirlo. Sigo esperando una señal, una palabra, una mirada que me diga que aún queda algo de amor entre nosotros.

A veces salgo a caminar por Madrid al atardecer y veo familias enteras riendo juntas en las terrazas o paseando por Gran Vía. Me pregunto si alguna vez podré recuperar lo que perdí o si estoy condenado a ser solo un recuerdo borroso en la vida de mis hijas.

¿Puede el amor de un padre sobrevivir al silencio y la distancia? ¿O hay heridas que nunca sanan? No lo sé… pero sigo esperando.