Entre el Techo y la Sangre: Una Decisión Imposible

—¿Y si mañana nos echan? —le susurré a Luis mientras doblaba la ropa de nuestra hija, Lucía, en el salón diminuto de nuestro piso de alquiler en Vallecas. El olor a humedad se mezclaba con el aroma del café barato que mi madre había traído esa tarde. Ella estaba sentada en la mesa, removiendo el azúcar con una cucharilla, mirándome con esos ojos que siempre han sabido leer mis miedos.

—No seas dramática, Carmen —me respondió Luis, sin apartar la vista del móvil. Pero yo sabía que él también sentía esa inquietud, ese temblor en el estómago cada vez que llegaba una carta del casero o escuchábamos pasos en el rellano.

Mi madre dejó la cucharilla y me tomó la mano. —He estado ahorrando, hija. No es mucho, pero podría serviros para la entrada de un estudio. No quiero que Lucía crezca sin un sitio propio.

Sentí cómo se me llenaban los ojos de lágrimas. ¿Un hogar? ¿De verdad era posible? Miré a Luis buscando su reacción, pero él frunció el ceño y apretó los labios.

Esa noche, cuando Lucía ya dormía, Luis me miró con una seriedad que pocas veces le había visto. —Carmen, mi padre está peor. El médico dice que necesita un tratamiento privado. Mi madre no puede pagarlo sola. Ese dinero podría salvarle la vida.

Me quedé helada. ¿Cómo podía elegir entre el futuro de mi hija y la vida de mi suegro? ¿Cómo podía mi madre entenderlo? ¿Cómo podía Luis mirar a nuestra hija y no querer darle un hogar?

Los días siguientes fueron un infierno. Mi madre venía cada tarde, ilusionada, enseñándome anuncios de estudios en Carabanchel o Usera. —Mira este, tiene luz natural y está cerca del cole de Lucía —decía con una sonrisa esperanzada.

Pero Luis se encerraba en el dormitorio, hablando por teléfono con su madre, buscando presupuestos de clínicas privadas, sumando cifras imposibles en una libreta vieja.

Una noche, la tensión explotó. Mi madre había traído una carpeta con papeles del banco y Luis llegó tarde del trabajo, ojeroso y derrotado.

—¿Otra vez con lo mismo? —gritó él al ver los papeles sobre la mesa.

—¡Es por Lucía! ¡Por nosotros! —le respondí, alzando la voz por primera vez en años.

—¿Y mi padre qué? ¿Le dejamos morir porque tú quieres cuatro paredes?

Mi madre se levantó despacio, recogió sus cosas y me miró con tristeza. —No quiero ser motivo de pelea. Solo quiero ayudaros.

Cuando se fue, el silencio pesaba más que nunca. Luis se sentó a mi lado y me tomó la mano.

—No sé qué hacer, Carmen. Siento que todo se desmorona.

Lloré en silencio. Recordé las noches de mi infancia en casa de mis padres, cuando todo parecía seguro. Recordé también cómo mi suegro me enseñó a hacer paella el verano pasado en Alicante, riendo mientras Lucía jugaba con las cáscaras de gambas.

Pasaron semanas así. Mi madre dejó de insistir, pero yo veía cómo se le apagaba la ilusión cada vez que venía a vernos. Luis apenas hablaba conmigo; solo con Lucía parecía encontrar algo de paz.

Un domingo por la mañana, mientras desayunábamos los tres juntos, Lucía preguntó:

—Mamá, ¿por qué no tenemos una casa como mis amigos?

Luis y yo nos miramos. Sentí que algo se rompía dentro de mí.

Esa tarde salí a caminar sola por el barrio. Vi a familias entrando en portales, niños jugando en los parques, abuelos paseando del brazo. Pensé en lo injusto que era tener que elegir entre dos amores: el de mi hija y el de mi marido por su padre.

Esa noche hablé con Luis.

—No puedo más. No quiero perderte ni perder a mi madre ni dejar que tu padre sufra. Pero tampoco quiero que Lucía crezca sintiendo que nunca tendrá un lugar propio.

Luis lloró por primera vez desde que le conozco. Me abrazó fuerte y me susurró:

—Lo siento… No sé cómo hacerlo bien.

Al día siguiente llamé a mi madre y le pedí que viniera. También llamé a mi suegra y le pedí que trajera a su marido si podía.

Nos sentamos todos juntos en el salón diminuto. Hablamos largo rato. Mi suegro, con voz débil pero firme, dijo:

—No quiero ser una carga. Usad ese dinero para vuestra hija. Yo ya he vivido mucho…

Mi suegra lloraba en silencio; mi madre le cogió la mano.

Al final decidimos repartir el dinero: una parte para ayudar al tratamiento y otra para la entrada del estudio más modesto que encontramos. No era perfecto, pero era lo único posible.

Hoy escribo esto desde nuestro nuevo estudio en Carabanchel. Es pequeño, pero es nuestro. Mi suegro sigue luchando; cada visita es un regalo. Mi madre viene cada semana a merendar con Lucía y a regañarme porque no sé cuidar las plantas.

A veces me pregunto: ¿Qué habríais hecho vosotros? ¿Hasta dónde puede llegar el amor cuando hay tanto en juego?