Entre la duda de mi madre y el miedo a perder el amor

—¿Otra vez llegas tarde, Camila? —la voz de mi mamá me atraviesa apenas abro la puerta, como si hubiera estado esperando ese momento toda la noche.

Me quedo quieta en la entrada, con la mochila colgando de un hombro y el corazón latiendo fuerte. Afuera, la ciudad nunca duerme, pero aquí adentro el tiempo se detiene en los ojos cansados de mi madre. Me mira desde el sillón, con la novela apagada y el café frío sobre la mesa. Sé que no es solo por la hora; es por todo lo que no digo, por cada secreto que guardo bajo la lengua.

—Perdón, ma. Se me hizo tarde en la biblioteca —miento, y me duele hacerlo.

En realidad, estaba con Diego. Diego, el chico que mi mamá nunca aprobaría porque no terminó la prepa, porque trabaja en un taller mecánico y porque, según ella, «no es para ti, Camila». Pero Diego me mira como nadie más lo ha hecho, como si yo fuera suficiente, como si no tuviera que demostrar nada.

Mi mamá suspira y apaga la luz. —No quiero que termines como yo, ¿me entiendes? —dice, y en su voz hay un eco de miedo y de amor—. No quiero que te rompan el corazón.

Me encierro en mi cuarto y me tiro en la cama. El techo se me viene encima. Pienso en mi papá, en cómo se fue cuando yo tenía ocho años, en cómo solo llama en Navidad o cuando se acuerda de mi cumpleaños. Pienso en mi mamá, en cómo se quedó sola, trabajando doble turno en la panadería para pagar este departamento de tres cuartos que ahora nos queda grande. Pienso en mí, en cómo me siento atrapada entre sus expectativas y mis propios deseos.

A veces siento que mi vida no me pertenece. Que todo lo que hago es para no decepcionarla, para que no se sienta tan sola. Pero entonces aparece Diego y me recuerda que también tengo derecho a querer, a equivocarme, a vivir.

Esa noche, mientras escucho a mi mamá llorar bajito en la cocina, me pregunto si algún día podré ser libre sin lastimarla.

Al día siguiente, Diego me espera afuera de la universidad. Su sonrisa me calma, pero también me asusta. —¿Todo bien? —pregunta, y yo asiento aunque no sea verdad.

—Mi mamá sospecha —le digo en voz baja—. No sé cuánto tiempo más pueda seguir así.

Diego me toma la mano. —No tienes que elegir, Cami. Podemos hablar con ella. Yo quiero estar contigo, pero no quiero que sufras.

Me dan ganas de llorar. ¿Por qué todo tiene que ser tan difícil? ¿Por qué no puedo tener una vida normal, como las demás chicas que veo en Instagram, con familias felices y novios aprobados?

Esa tarde, cuando llego a casa, mi mamá está sentada en la mesa con una carta en la mano. Reconozco mi letra. Es el borrador de una carta que nunca envié a mi papá. Siento que el piso se abre bajo mis pies.

—¿Por qué no me dijiste que te sentías así? —pregunta mi mamá, con los ojos llenos de lágrimas—. ¿Por qué nunca hablamos de lo que pasó?

No sé qué decirle. Me siento desnuda, expuesta. Todo lo que he guardado durante años está ahí, en esa hoja arrugada.

—No quería que te sintieras culpable —susurro—. No quería que pensaras que no eras suficiente.

Mi mamá se acerca y me abraza. Por primera vez en mucho tiempo, siento que no estamos tan solas. Pero también sé que esto no resuelve todo. Que el miedo sigue ahí, agazapado entre nosotras.

Esa noche, le cuento sobre Diego. Sobre cómo me hace sentir viva, sobre mis sueños y mis miedos. Mi mamá escucha en silencio. Cuando termino, me toma la mano.

—Solo quiero que seas feliz, Camila. Pero prométeme que no vas a dejar que nadie te apague —dice, y sus palabras me duelen y me sanan al mismo tiempo.

Los días siguientes son un torbellino de emociones. Diego viene a cenar a casa. Mi mamá lo mira con desconfianza, pero también con curiosidad. Él le habla de su trabajo, de su familia en Iztapalapa, de cómo sueña con poner su propio taller algún día. Veo a mi mamá bajar la guardia poco a poco.

Pero nada es tan fácil. Una tarde, mi papá llama. Quiere que lo visite en Guadalajara. Me promete que esta vez sí va a estar para mí. Siento rabia, tristeza y esperanza mezcladas. ¿Y si esta vez sí cambia? ¿Y si vuelvo a decepcionarme?

Le cuento a Diego. Él me abraza y me dice que haga lo que sienta correcto. Mi mamá, en cambio, se pone tensa. —No confíes tanto, Camila. La gente no cambia —dice, y veo en sus ojos el reflejo de su propio dolor.

Me siento dividida. Entre el pasado y el futuro, entre el miedo y el deseo de creer. ¿Cómo se aprende a confiar cuando te han fallado tantas veces?

Al final, decido ir a Guadalajara. Quiero cerrar ese ciclo, aunque duela. Mi papá me recibe con una sonrisa nerviosa. Pasamos el fin de semana hablando de todo y de nada. Me cuenta sus errores, sus miedos. Por primera vez, lo veo como un ser humano, no como el villano de mi historia.

Regreso a casa más ligera. Mi mamá me espera con tamales y un abrazo largo. Diego me llama y me dice que me extrañó. Siento que, por primera vez, puedo respirar.

No todo está resuelto. Mi mamá y yo seguimos aprendiendo a hablarnos sin herirnos. Diego y yo seguimos luchando contra los prejuicios y las dudas. Pero ahora sé que no tengo que elegir entre el amor y mi familia. Que puedo ser yo misma, aunque a veces duela.

A veces me pregunto: ¿cuántas veces tenemos que rompernos para aprender a sanar? ¿Cuántas veces hay que arriesgar el corazón para encontrar nuestro lugar en el mundo?