Entre la fe y el miedo: El día que casi perdí a mi madre
—No puedo más, Lucía. Mamá necesita cuidados que aquí no podemos darle —la voz de mi hermana Carmen retumbó en el salón, rompiendo el silencio como un trueno en mitad de la siesta. Yo apretaba los puños, sentada en la mesa camilla, mirando a mamá, que dormitaba en su sillón con la mantita de cuadros hasta la barbilla.
Sentí un nudo en el estómago. ¿Residencia? ¿Mi madre? ¿La misma mujer que me enseñó a rezar el Padrenuestro, que me curaba las rodillas peladas con besos y agua oxigenada? No podía imaginarla lejos de su casa, de sus geranios en el balcón, del aroma a café recién hecho por las mañanas.
—Carmen, no digas tonterías —susurré, intentando que mamá no se despertara—. Aquí está bien, yo puedo encargarme.
Carmen me miró con los ojos rojos de cansancio. Llevaba semanas durmiendo mal, preocupada por los olvidos de mamá, por sus despistes cada vez más frecuentes. Yo también los veía: la leche derramada, las llaves en la nevera, las llamadas a papá aunque llevase diez años muerto. Pero algo dentro de mí se negaba a aceptar que nuestra madre ya no era la misma.
—No es justo para ti ni para mí —insistió Carmen—. No podemos seguir así. ¿Y si un día se cae? ¿Y si sale a la calle y se pierde?
La rabia me subió a la garganta como un vómito. ¿Cómo podía pensar en dejarla en manos de extraños? Recordé a mi abuela Rosario, que murió en su cama rodeada de familia, con rosarios entre los dedos y olor a colonia Nenuco. ¿Por qué mamá no podía tener lo mismo?
Esa noche no dormí. Me levanté varias veces a comprobar que mamá respiraba tranquila. Me senté en la cocina, con una taza de tila entre las manos temblorosas. Miré al techo y recé. No sé cuántos padrenuestros ni cuántas avemarías salieron de mis labios esa madrugada. Pedí fuerzas, pedí claridad. Pedí un milagro.
Al día siguiente, Carmen vino temprano con folletos de residencias. Los dejó sobre la mesa sin mirarme.
—Solo quiero que lo pienses —dijo—. No podemos seguir ignorando lo que pasa.
Me sentí traicionada y sola. Llamé a mi amiga Pilar, que siempre tenía una palabra de consuelo.
—Lucía, no te castigues —me dijo—. Amar también es saber pedir ayuda.
Pero yo no quería ayuda externa. Quería a mi madre conmigo, aunque eso significara renunciar a mi trabajo en la biblioteca o pasar noches en vela.
Los días siguientes fueron un infierno. Carmen y yo discutíamos por todo: por las pastillas de mamá, por quién hacía la compra, por el dinero que apenas alcanzaba para pagar la calefacción. Mamá nos miraba con ojos asustados, como una niña perdida.
Una tarde, mientras le peinaba el pelo blanco frente al espejo, mamá me cogió la mano.
—¿Por qué lloras, hija?
Me derrumbé. Le conté todo: el miedo, el cansancio, la idea de la residencia.
Ella me acarició la mejilla con ternura infinita.
—No quiero ser una carga —susurró—. Pero tampoco quiero irme de casa.
Esa noche recé más fuerte que nunca. Pedí una señal. Al día siguiente, en misa, el sacerdote habló del valor del sacrificio y del poder de la oración compartida. Sentí que Dios me hablaba directamente al corazón.
Decidí reunir a la familia: Carmen, mis hijos, incluso mi primo Antonio, que siempre había estado ausente. Hablamos largo y tendido en torno a una tortilla de patatas y un vaso de vino tinto.
—Mamá quiere quedarse en casa —dije con voz firme—. Pero necesitamos organizarnos mejor.
Propuse turnos para cuidarla, buscar ayuda domiciliaria unas horas al día y apoyarnos mutuamente sin reproches.
Carmen lloró al escucharme. Nos abrazamos como cuando éramos niñas asustadas por una tormenta.
No fue fácil. Hubo días malos: caídas, noches sin dormir, visitas al hospital. Pero también hubo risas, canciones antiguas en la radio y tardes de rosquillas caseras.
La fe me sostuvo cuando sentí que iba a romperme. Cada oración era un hilo invisible que me unía a mamá y al resto de mi familia.
Hoy mamá sigue en casa. Está más frágil, pero sonríe cuando ve sus geranios florecer o escucha a sus nietos jugar en el pasillo.
A veces me pregunto si tomé la decisión correcta. ¿Fue egoísmo o amor? ¿Hasta dónde debe llegar el sacrificio por los nuestros?
¿Vosotros qué haríais si estuvierais en mi lugar? ¿Dónde está el límite entre cuidar y dejar ir?