Entre la Fe y el Olvido: Mi Lucha por Cuidar a Mamá

—¡Marina! ¿Dónde está mi padre? —La voz de mi madre, rota y temblorosa, me despertó de golpe. Eran las tres de la madrugada y la casa, sumida en la penumbra, parecía aún más fría que de costumbre. Me levanté de un salto, tropezando con la alfombra del pasillo, y corrí a su habitación. Allí estaba ella, sentada en la cama, los ojos desorbitados y el pelo blanco pegado a la frente por el sudor.

—Mamá, tranquila, soy yo, Marina. Papá… papá ya no está, ¿recuerdas? —le susurré mientras le acariciaba la mano.

Pero ella no me miraba. Sus ojos vagaban por la pared, buscando una respuesta que yo no podía darle. Sentí una punzada en el pecho; otra noche más en vela, otro día más luchando contra ese enemigo invisible que le robaba los recuerdos: el Alzheimer.

Nunca imaginé que mi vida daría este giro. Yo, Marina Sánchez, profesora de literatura en un instituto de Madrid, acostumbrada a la rutina y al bullicio de adolescentes, me vi obligada a pedir una excedencia para cuidar de mi madre cuando el diagnóstico llegó. Mi hermano Luis vive en Valencia y apenas llama; mi hermana pequeña, Carmen, se fue a Londres hace años y solo manda mensajes en Navidad. Así que aquí estoy yo, sola con mamá y sus fantasmas.

Al principio pensé que podría con todo. Me repetía: «Es solo una etapa, Marina. Eres fuerte». Pero los días se hicieron semanas y las semanas meses. Mamá empezó a confundir los nombres, a perderse en su propio barrio, a olvidar si había comido o no. Una tarde, mientras le preparaba la merienda, me miró con una mezcla de miedo y desconfianza:

—¿Quién eres tú? ¿Por qué estás en mi casa?

Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin lágrimas. ¿Cómo podía seguir adelante si ni siquiera recordaba quién era yo para ella?

La familia empezó a resquebrajarse. Luis llamaba solo para preguntar por el dinero de la pensión; Carmen decía que no podía dejar su trabajo en Londres. «Tú siempre has sido la responsable», me soltó una vez por teléfono. «A ti se te da mejor esto». Como si cuidar a mamá fuera una habilidad especial y no una condena silenciosa.

Las noches eran lo peor. El insomnio me devoraba mientras escuchaba los pasos erráticos de mamá por el pasillo. A veces rezaba en silencio, pidiendo fuerzas para no perder la paciencia cuando ella gritaba o se negaba a comer. Otras veces me enfadaba con Dios, preguntándole por qué nos había tocado esto a nosotras.

Un domingo por la mañana, después de una noche especialmente dura, decidí ir a misa. No soy especialmente religiosa, pero necesitaba un respiro. La iglesia estaba casi vacía; solo unas pocas ancianas rezaban en silencio. Me senté en el último banco y cerré los ojos. «Dame fuerzas», susurré. «No sé cuánto más podré aguantar».

Fue entonces cuando sentí una mano cálida sobre mi hombro. Era doña Pilar, la vecina del tercero, que también cuidó de su madre hasta el final.

—No estás sola —me dijo—. Yo también pensé que no podría más. Pero cada día es un regalo, aunque duela.

Sus palabras me acompañaron durante semanas. Empecé a buscar pequeños momentos de paz: una taza de café caliente al amanecer, un paseo corto mientras mamá dormía la siesta, una llamada rápida con una amiga del instituto. Aprendí a rezar no solo para pedir ayuda, sino para agradecer los instantes en que mamá sonreía o recordaba mi nombre por un segundo fugaz.

Pero no todo era esperanza. Hubo días en que perdí los nervios y grité; días en que deseé huir lejos y olvidarlo todo. Una tarde, mientras discutía con Luis por teléfono porque él no quería venir ni un fin de semana para darme un respiro, mamá apareció en el salón con una foto antigua en la mano.

—¿Te acuerdas de este día? —me preguntó con voz suave.

Era una foto de cuando yo tenía seis años y ella me llevaba al Retiro a dar de comer a los patos. Por un instante, su mirada se llenó de luz.

—Sí, mamá —le respondí conteniendo las lágrimas—. Fue un día precioso.

Ese instante me recordó por qué seguía luchando. Porque detrás del olvido quedaban destellos de amor; porque aunque ella ya no supiera quién era yo, yo sí sabía quién era ella: mi madre, mi refugio durante tantos años.

El tiempo siguió su curso implacable. Mamá fue apagándose poco a poco; hubo ingresos hospitalarios, noches enteras sin dormir y visitas interminables al médico de cabecera del centro de salud del barrio. La burocracia era otro enemigo: papeles para la dependencia, listas de espera eternas para una plaza en el centro de día…

A veces pensaba en cómo sería mi vida si hubiera elegido otro camino: si hubiera dejado a mamá en una residencia privada como sugería Luis o si hubiera contratado a alguien para cuidarla mientras yo volvía al trabajo. Pero cada vez que veía su sonrisa perdida o sentía su mano apretando la mía durante un ataque de miedo nocturno, sabía que no podía hacerlo.

La fe fue mi tabla de salvación. No hablo solo de rezar o ir a misa; hablo de creer que cada sacrificio tenía sentido, que cada lágrima era parte del amor más puro que existe: el amor filial.

Hoy mamá ya no está conmigo; se fue una madrugada fría de enero mientras le leía su poema favorito de Antonio Machado. El silencio que dejó es inmenso, pero también lo es la paz de haber estado a su lado hasta el final.

A veces me pregunto si hice lo correcto o si podría haberlo hecho mejor. ¿Cuántas Marinas hay ahora mismo luchando solas contra el olvido? ¿Cuántos hijos e hijas sienten que se ahogan bajo el peso del deber y el amor? Si tú también has pasado por esto… ¿cómo encontraste fuerzas para seguir adelante?