Entre la Sangre y el Deber: El Precio de Cuidar a Quien No Es de Tu Sangre
—¿Así me pagas todo lo que he hecho por ti, Lucía? —La voz de mi madre retumbó en el pasillo, tan afilada como el frío de enero en Madrid.
Me quedé quieta, con la bolsa de medicamentos en la mano, temblando. Mi suegra, Carmen, tose en la habitación contigua. El olor a sopa de pollo y a desinfectante se mezcla en el aire. Mi madre, Rosario, me mira con los ojos llenos de lágrimas y rabia.
—No es justo, mamá —susurré, pero ella no escucha. O no quiere escuchar.
Desde pequeña supe lo que era el abandono. Tenía siete años cuando mi padre se largó con otra mujer. Se llevó los muebles, la televisión, hasta las cortinas del salón. Recuerdo a mi madre llorando en la cocina, con las manos cubiertas de harina porque hacía pan para vender en el barrio. «No llores delante de la niña», le decía mi abuela, pero ella no podía evitarlo.
Crecí viendo cómo mi madre se partía la espalda para sacarme adelante. Limpiaba casas ajenas, cosía ropa hasta la madrugada y nunca se quejaba. Yo era su mundo, y ella el mío. Por eso, cuando conocí a Diego y me casé, sentí que le estaba fallando un poco. Pero Diego era bueno, trabajador, y su madre siempre fue amable conmigo.
Hace seis meses, Carmen sufrió un ictus. Diego trabaja todo el día en una gestoría y apenas puede ayudar. Así que fui yo quien empezó a cuidar de Carmen: le preparo la comida, le doy la medicación, la ayudo a bañarse. Al principio mi madre lo entendía, pero pronto empezó a cambiar.
—¿Y yo qué? —me preguntó una tarde mientras fregaba los platos en mi casa—. ¿Quién me cuida a mí? ¿Quién se preocupa si me duele la espalda o si no puedo dormir?
—Mamá, sabes que siempre estoy pendiente de ti…
—¡No es lo mismo! —me interrumpió—. Yo te crié sola, Lucía. Sola. Y ahora te veo corriendo detrás de esa mujer como si fuera tu madre.
Sentí una punzada de culpa tan fuerte que casi me doblé sobre el fregadero. ¿Era verdad? ¿Estaba abandonando a mi madre por cuidar a otra?
Las semanas pasaron y el ambiente se volvió irrespirable. Mi madre empezó a llamarme menos. Cuando iba a verla, apenas hablaba. Un día encontré una bolsa con mis cosas de niña: mis cuadernos del colegio, una foto rota de mi padre y yo en el Retiro. La había dejado junto a la puerta.
—¿Qué significa esto? —le pregunté.
—Que ya no sé si eres mi hija o la hija de Carmen —me respondió sin mirarme.
Esa noche no pude dormir. Diego intentó consolarme:
—Tu madre está dolida, pero lo superará. Estás haciendo lo correcto.
Pero ¿qué era lo correcto? ¿Cuidar a quien me necesita o ser leal a quien me dio la vida?
Un domingo por la tarde, mientras ayudaba a Carmen a peinarse, mi madre apareció sin avisar. Entró en la casa como una tormenta.
—¿Sabes lo que dice la gente en el barrio? Que te has olvidado de tu madre por una suegra —dijo con voz temblorosa—. Que después de todo lo que sufrimos juntas ahora prefieres cuidar a otra familia.
Carmen intentó hablar:
—Rosario, Lucía es buena hija…
Pero mi madre la cortó:
—¡No me llames Rosario! Tú no sabes lo que es criar sola a una hija y verla marcharse para cuidar a otra mujer.
Me sentí pequeña, como cuando tenía siete años y veía a mi madre llorar por las noches. Pero ahora era yo quien lloraba.
—Mamá, por favor…
—No quiero tus favores —dijo antes de marcharse dando un portazo.
Los días siguientes fueron un infierno. Mi madre no respondía mis llamadas. En el supermercado, las vecinas me miraban raro. Una incluso murmuró: «Pobre Rosario, con lo buena madre que fue».
Empecé a dudar de todo: de mi matrimonio, de mi papel como hija, como nuera… ¿Era posible querer a dos madres al mismo tiempo?
Una tarde fui a casa de mi madre decidida a hablar con ella. Llamé al timbre durante minutos hasta que abrió la puerta.
—¿Qué quieres?
—Hablar contigo —dije entre sollozos—. No puedo más con esto.
Nos sentamos en la cocina, como tantas veces antes. Le conté cómo me sentía: dividida, culpable, agotada.
—Mamá, tú eres mi madre y siempre lo serás. Pero Carmen está sola y enferma. Si tú estuvieras en su lugar…
Ella bajó la mirada.
—No quiero perderte —susurró—. Ya perdí demasiado en esta vida.
Nos abrazamos llorando como dos niñas asustadas.
Ahora sigo cuidando de Carmen y visitando a mi madre cada día. No es fácil; hay días en los que siento que ninguna está satisfecha del todo. Pero he aprendido que el amor no se divide: se multiplica.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres en España viven atrapadas entre el deber y el amor? ¿Cuántas hijas sienten que nunca hacen suficiente para las madres que lo dieron todo por ellas?