Entre la Sangre y la Puerta Cerrada: La Noche que Saira Buscó Refugio

—¡Por favor, Leticia, ábreme! —La voz de Saira temblaba al otro lado de la puerta, apenas un susurro entre sollozos y el llanto ahogado de sus dos hijos pequeños. Eran casi las dos de la madrugada y el calor húmedo de Barranquilla se pegaba a la piel como una segunda ropa. Me levanté de la cama con el corazón desbocado, despertando a Mauricio sin querer.

—¿Quién es a esta hora? —gruñó él, medio dormido.

—Es Saira —le respondí en voz baja, mientras me apresuraba hacia la puerta. Sabía que algo grave debía haber pasado para que viniera así, en plena noche. Saira era mi prima, pero más que eso: mi hermana de vida desde que éramos niñas en el barrio El Prado, compartiendo secretos y sueños bajo los mangos del patio.

Abrí apenas una rendija y vi su rostro: los ojos hinchados, el labio partido, los niños abrazados a sus piernas. Sentí un nudo en la garganta.

—Leti, por favor… no tengo a dónde ir —suplicó.

Sin pensarlo, quise abrir la puerta de par en par. Pero Mauricio apareció detrás de mí, su sombra llenando el pasillo.

—¿Qué haces? —me detuvo con una mano firme en el hombro—. No podemos meter problemas ajenos en esta casa. ¿Y si el marido la sigue? ¿Y si nos metemos en líos?

—¡Es mi familia! ¡Está en peligro! —le susurré, desesperada.

Mauricio negó con la cabeza, los labios apretados.

—No. Aquí no entra nadie. No quiero problemas con la policía ni con nadie. Que se vaya a casa de su mamá o a un refugio.

Sentí que el mundo se partía en dos. Miré a Saira, viéndome con ojos llenos de esperanza y miedo. Miré a Mauricio, inflexible, cruzado de brazos. Y sentí cómo mi corazón se rompía un poco más con cada segundo que pasaba.

—Saira… —balbuceé—. No puedo… Mauricio no quiere…

Ella bajó la mirada. Vi cómo apretaba a sus hijos contra sí misma, tragándose las lágrimas. No dijo nada más. Solo asintió, como si ya hubiera esperado esa respuesta. Se dio media vuelta y desapareció en la oscuridad de la calle.

Cerré la puerta con manos temblorosas. Sentí una punzada de culpa tan fuerte que casi me doblé sobre mí misma. Mauricio me miró como si nada hubiera pasado y volvió a la cama. Yo me quedé sentada en el sofá toda la noche, escuchando el eco de los pasos de Saira alejándose y preguntándome si alguna vez podría perdonarme.

Al día siguiente, las noticias corrieron rápido por el barrio: Saira había pasado la noche en el parque con sus hijos, hasta que una vecina les dio cobijo. Su esposo, Julián, había llegado borracho y violento otra vez; ella solo alcanzó a huir con lo puesto y los niños dormidos en brazos.

Mi madre me llamó llorando:

—¿Por qué no le abriste? ¡Era tu sangre! ¡¿Cómo pudiste?!

No supe qué decirle. Solo lloré en silencio mientras ella me maldecía entre sollozos.

Los días siguientes fueron un infierno. En el barrio todos murmuraban: que si Leticia era una traidora, que si Mauricio era un hombre frío y sin corazón. Yo no podía dormir ni comer; cada vez que veía a mis hijos jugar en el patio pensaba en los hijos de Saira durmiendo en una banca del parque.

Mauricio intentó justificar su decisión:

—Leti, uno tiene que cuidar su casa primero. ¿Y si Julián venía armado? ¿Y si nos pasaba algo a nosotros?

Pero yo ya no podía escucharlo sin sentir rabia y tristeza. Empecé a cuestionar todo: ¿de qué sirve tener una casa bonita si no puedes abrirla a quien más lo necesita? ¿De qué sirve llamarse familia si solo es para las fiestas y las fotos?

Una tarde fui a buscar a Saira al refugio donde estaba alojada temporalmente. Me recibió con una sonrisa cansada y los ojos apagados.

—No te preocupes, Leti —me dijo antes de que pudiera hablar—. Yo sé cómo son las cosas. No te guardo rencor.

Pero yo sí me lo guardaba a mí misma. Le llevé ropa para los niños y algo de comida, pero sentí que era poco comparado con lo que le había negado esa noche: un techo seguro, un abrazo, un poco de dignidad.

Las semanas pasaron y Saira empezó a rehacer su vida poco a poco. Consiguió trabajo limpiando casas y sus hijos entraron a la escuela pública del barrio vecino. Yo la ayudaba como podía, pero siempre sentía esa distancia invisible entre nosotras: la puerta cerrada que nunca podría abrirse del todo.

En casa las cosas cambiaron también. Mauricio y yo empezamos a discutir cada vez más seguido. Yo le reprochaba su falta de compasión; él me acusaba de poner en riesgo a nuestra familia por «sentimentalismos».

Una noche exploté:

—¿Y si hubiera sido tu hermana? ¿También le habrías cerrado la puerta?

Él no supo qué responderme. Solo bajó la mirada y salió al patio a fumar.

Empecé a ir a reuniones de mujeres del barrio que apoyaban a víctimas de violencia doméstica. Escuché historias peores que la de Saira: mujeres quemadas con aceite hirviendo, niñas embarazadas por sus propios padres, madres obligadas a mendigar para alimentar a sus hijos. Sentí rabia e impotencia, pero también una fuerza nueva dentro de mí.

Un día llevé a Saira conmigo a una de esas reuniones. Al principio estaba callada, pero luego empezó a hablar. Su voz temblaba al principio, pero luego se hizo firme:

—Yo solo quería proteger a mis hijos —dijo—. No quiero lástima; quiero justicia y oportunidades para salir adelante.

Las demás mujeres la abrazaron y lloraron con ella. Yo también lloré, pero esta vez sentí que algo sanaba dentro de mí.

Hoy Saira vive en un pequeño apartamento alquilado con ayuda del gobierno local. Sus hijos sonríen otra vez y ella sueña con estudiar enfermería algún día. Nuestra relación sigue marcada por aquella noche, pero también por el esfuerzo diario de reconstruirnos como familia y como mujeres fuertes.

A veces me pregunto si hice bien al obedecer a Mauricio esa noche o si debí rebelarme y abrirle la puerta a Saira sin importar las consecuencias. ¿Hasta dónde llegan los límites del miedo y hasta dónde los del amor? ¿Cuántas veces más vamos a dejar que el miedo decida por nosotras?

¿Ustedes qué habrían hecho? ¿Es posible perdonarse después de cerrar una puerta cuando más te necesitaban?