Entre la tierra y el olvido: Mi lucha por cuidar a mi padrastro y a mi hija
—No me lleves de aquí, Marta, por favor. Aquí está tu madre, aquí está mi vida—. La voz de Ramón, mi padrastro, temblaba más que las ventanas de su casa cada vez que soplaba el viento de la sierra. Era una noche de tormenta, el techo goteaba y el olor a humedad se mezclaba con el de la leña mojada. Yo apretaba el móvil en el bolsillo, sintiendo la vibración de un mensaje de Lucía, mi hija de ocho años: “Mamá, ¿cuándo vuelves?”
Me senté frente a Ramón, con las manos heladas y el corazón encogido. Había venido desde Madrid en el primer tren, dejando a Lucía con mi vecina Pilar, porque los vecinos del pueblo me habían llamado: “Tu padrastro no sale de casa desde hace días”. Al llegar, lo encontré sentado en la penumbra, con la radio encendida y una manta sobre los hombros. La casa, que antaño fue alegre y llena de vida cuando mi madre vivía, ahora era un mausoleo de recuerdos y grietas.
—Ramón, no puedes seguir así. No puedes—. Mi voz sonaba más dura de lo que pretendía. —La casa se cae a pedazos, no tienes agua caliente y apenas puedes moverte. ¿Por qué no vienes a Madrid conmigo? O… podríamos buscar una residencia cerca del pueblo, donde puedas estar con gente, donde te cuiden—.
Él me miró como si le hubiera propuesto enterrarlo vivo. Sus ojos se llenaron de lágrimas y supe que acababa de romperle el corazón. —¿Eso quieres? ¿Que me muera entre desconocidos? Aquí está tu madre, Marta. Aquí…—. Señaló el retrato polvoriento sobre la chimenea.
Me sentí una traidora. Recordé cuando era niña y él me enseñaba a montar en bicicleta por los caminos de tierra, cuando me recogía del colegio porque mi madre trabajaba en la panadería del pueblo. Ramón nunca fue mi padre biológico, pero fue el único que estuvo cuando más lo necesité.
—No quiero que te mueras, Ramón. Quiero que vivas bien. Que estés seguro—. Pero las palabras se ahogaban en la lluvia que golpeaba los cristales.
La culpa me perseguía cada vez que volvía a Madrid. Lucía me recibía con dibujos y preguntas: “¿Por qué el abuelo no viene a vivir con nosotras?” Yo no sabía cómo explicarle que Ramón era un hombre de otra época, atado a su tierra y sus recuerdos como una raíz vieja que se niega a morir.
Las semanas pasaban y la situación empeoraba. Los vecinos me llamaban porque Ramón se olvidaba de cerrar la puerta o porque lo encontraban hablando solo en la plaza. Yo intentaba dividirme entre mi trabajo en la biblioteca municipal y las visitas al pueblo, pero cada vez era más difícil. Lucía empezaba a tener problemas en el colegio; su profesora me llamó para decirme que estaba distraída y triste.
Una tarde, mientras ayudaba a Ramón a bañarse —un acto que nos humillaba a ambos—, él rompió el silencio:
—¿Sabes lo que más miedo me da? No es morirme aquí solo. Es olvidarme de quién soy antes de irme—.
Me quedé paralizada. ¿Cómo podía elegir entre cuidar a quien me crió y darle una infancia feliz a mi hija? ¿Por qué nadie habla del dolor de los que estamos en medio?
Intenté convencerlo una vez más:
—Ramón, en la residencia podrías hacer amigos, jugar al dominó como antes… Yo vendría todos los fines de semana con Lucía. No te dejaríamos solo—.
Pero él negó con la cabeza, terco como siempre:
—No quiero amigos nuevos. Quiero mi casa, mis cosas… tu madre—.
Esa noche dormí en el sofá, escuchando su respiración pesada desde la habitación contigua. Soñé con mi madre, con su risa en la cocina y sus manos amasando pan. Me desperté llorando, sintiendo que estaba perdiendo todo lo que alguna vez fue hogar.
Al día siguiente, mientras recogía mis cosas para volver a Madrid, Ramón me abrazó por primera vez en años:
—Perdóname por hacerte esto tan difícil, hija—.
No supe qué contestar. Solo pude prometerle que volvería pronto, aunque sabía que cada viaje era una despedida disfrazada.
Ahora escribo esto desde mi piso pequeño en Madrid, viendo cómo Lucía juega sola en el salón. Sigo sin saber qué hacer. ¿Es egoísta querer darle una vida mejor a mi hija aunque eso signifique dejar solo a quien me cuidó? ¿O es injusto sacrificar mi presente por un pasado que ya no existe?
¿Alguien ha sentido esta culpa desgarradora? ¿Cómo se aprende a soltar sin dejar de amar?