Entre Mareas y Secretos: El Verano Que Cambió Mi Familia
—¿Por qué no puedes ser un poco más amable con Lucía? —La voz de mi madre retumba en la cocina, mientras yo aprieto los puños bajo la mesa. El olor a tortilla de patatas se mezcla con la tensión, y el reloj de pared parece marcar cada segundo con crueldad.
No respondo. Miro el plato, deseando que la tierra me trague. Lucía, sentada frente a mí, se limita a mirar su móvil, ignorando deliberadamente la conversación. Lleva apenas tres meses viviendo con nosotras desde que mamá se casó con Antonio, y cada día es una batalla silenciosa. Su acento madrileño choca con mi gallego cerrado, y sus comentarios sarcásticos sobre «lo pueblerino» de nuestra vida me hieren más de lo que quiero admitir.
Recuerdo los veranos en casa de mis abuelos en Rianxo, cuando papá y yo salíamos a pescar al amanecer. Allí todo era sencillo: el mar, el pan recién hecho, las historias de mi abuela sobre tiempos difíciles. Ahora, en este piso de Vigo, siento que he perdido mi refugio. Mamá dice que tengo que adaptarme, que Lucía también está sufriendo. Pero ¿cómo puede sufrir alguien que parece disfrutar haciendo daño?
—¿Vas a quedarte ahí callada todo el día? —insiste mamá.
Lucía levanta la vista y sonríe con desdén.
—Déjala, total, tampoco es que tenga mucho que decir.
Me levanto de golpe. La silla chirría contra el suelo. Siento las lágrimas ardiendo en mis ojos, pero no pienso llorar delante de ella.
—Voy a casa de Alba —miento. Salgo al pasillo y cierro la puerta tras de mí antes de que mamá pueda detenerme.
En la calle, el aire huele a salitre y a lluvia próxima. Camino sin rumbo, repasando mentalmente cada momento incómodo desde que Lucía llegó: sus críticas a mi ropa, sus bromas sobre mi acento, cómo se burla de las fotos familiares que decoran el salón. «¿De verdad vivíais así?», preguntó una vez señalando una imagen de papá y yo en un bote viejo. Sentí vergüenza y rabia a partes iguales.
Esa noche, cuando vuelvo a casa, mamá me espera en el sofá.
—No puedes seguir evitándola —dice en voz baja—. Antonio está preocupado. Lucía necesita apoyo.
—¿Y yo? —pregunto sin poder contenerme—. ¿A mí quién me apoya?
Mamá suspira. Por primera vez en mucho tiempo parece cansada, vulnerable.
—No es fácil para nadie —admite—. Pero somos una familia ahora. Tienes que intentarlo.
No respondo. Subo a mi cuarto y cierro la puerta. Enciendo el móvil y veo un mensaje de papá: «¿Cómo va todo por ahí? Te echo de menos». Le respondo con un simple «Bien», aunque es mentira.
Los días pasan entre silencios incómodos y discusiones veladas. Antonio intenta mediar, pero su presencia solo añade tensión. Un sábado por la tarde, mamá organiza una comida familiar para intentar unirnos. Vienen los abuelos maternos y algunos primos. Lucía aparece con un vestido caro y maquillaje impecable; yo llevo vaqueros y una camiseta del Dépor.
Durante el postre, Lucía empieza a contar anécdotas de su vida en Madrid: fiestas exclusivas, viajes al extranjero, amigos «importantes». Mis primos escuchan fascinados; yo solo siento que cada palabra es una puñalada.
—Aquí todo es tan… pequeño —dice Lucía de repente—. No entiendo cómo podéis vivir sin aburridos.
El silencio es absoluto. Mi abuela frunce el ceño; mamá intenta sonreír forzadamente.
—Bueno, cada sitio tiene su encanto —dice Antonio, incómodo.
No aguanto más.
—¿Por qué no te vuelves a Madrid si tanto lo odias aquí? —espeto sin pensar.
Lucía me mira sorprendida; mamá me fulmina con la mirada.
—¡Eso sobra! —exclama—. Pide perdón ahora mismo.
Me levanto y salgo corriendo al balcón. El aire frío me golpea la cara; las lágrimas caen sin control. Escucho voces acaloradas dentro: mamá defiende a Lucía, Antonio intenta calmarla, mis primos cuchichean.
Al rato, Lucía sale al balcón conmigo. Se apoya en la barandilla sin mirarme.
—No quería hacerte daño —dice en voz baja—. Solo… echo de menos mi vida de antes.
La miro sorprendida. Por primera vez no hay arrogancia en su voz.
—Yo también echo de menos la mía —respondo casi en un susurro.
Nos quedamos en silencio, mirando las luces del puerto lejano. No sé si esto es el principio de algo o solo una tregua momentánea. Pero por primera vez siento que quizá no estoy tan sola como pensaba.
A veces me pregunto: ¿es posible construir una familia cuando todos venimos rotos? ¿O solo aprendemos a convivir con las grietas?