Entre mi madre y mi marido: la batalla por mi propia voz
—¿Otra vez tu madre? —me espetó Álvaro, con la voz temblando entre la rabia y el cansancio—. ¿No ves que no tenemos ni un solo día para nosotros?
Me quedé paralizada en medio del salón, el móvil aún caliente en mi mano tras la última llamada de mi madre. Había vuelto a insistir en venir a cenar esa noche, como cada jueves desde que nos casamos. Álvaro me miraba con esos ojos oscuros, llenos de amor pero también de una tristeza que yo misma había provocado.
—Es solo una cena, Álvaro… —susurré, aunque ni yo misma me creía.
Él se pasó la mano por el pelo, frustrado. —No es solo una cena, Lucía. Es cada día, cada decisión. Hasta el color de las cortinas lo eligió tu madre.
Sentí cómo se me encogía el estómago. Tenía razón. Mi madre, Carmen, siempre había sido el centro de mi vida. Desde pequeña, cuando mi padre nos dejó, ella fue mi refugio y mi guía. Pero ahora, en nuestro piso de Lavapiés, su presencia era una sombra constante.
Esa noche, mientras cenábamos los tres en la mesa pequeña de la cocina, el ambiente era tan denso que podía cortarse con un cuchillo. Mi madre hablaba sin parar sobre lo mal que estaba la economía, sobre lo caro que estaba el pescado en el mercado de Antón Martín y sobre cómo debería organizar mejor la despensa.
—Lucía, hija, ¿has pensado en cambiar de trabajo? Ese contrato temporal no te da ninguna seguridad —dijo mientras me servía más lentejas.
Álvaro apretó los labios. Yo bajé la mirada al plato. Sabía que él odiaba esas conversaciones, pero no encontraba el valor para frenarla.
Cuando mi madre se fue, Álvaro explotó:
—No puedo más, Lucía. Siento que vivimos con ella aunque no esté aquí. ¿Cuándo vamos a ser una familia tú y yo?
Me encerré en el baño y lloré en silencio. ¿Cómo podía elegir entre la mujer que me crió sola y el hombre al que amaba? ¿Por qué sentía que cualquier decisión iba a romperme por dentro?
Los días siguientes fueron una sucesión de silencios incómodos y miradas esquivas. Mi madre seguía llamando cada mañana para preguntarme si había desayunado, si había cerrado bien la puerta o si Álvaro me trataba bien.
Una tarde, mientras paseaba por el Retiro con mi amiga Marta, le conté todo.
—Lucía, tienes que poner límites —me dijo con firmeza—. Tu madre te quiere, pero no puede vivir tu vida por ti.
—¿Y si se enfada? ¿Y si dejo de ser su niña?
Marta me abrazó. —Ya no eres una niña. Eres una mujer casada. Tienes derecho a tu espacio.
Esa noche, decidí hablar con Álvaro.
—Quiero intentarlo —le dije—. Quiero aprender a decirle que no a mi madre… pero necesito tu ayuda.
Él me tomó la mano y sonrió por primera vez en semanas.
El primer paso fue dejar de responder a todas las llamadas de mi madre al instante. Empecé a decirle que estaba ocupada o que ya tenía planes con Álvaro. Al principio, Carmen se ofendió.
—¿Ya no quieres hablar conmigo? ¿Te molesta que me preocupe? —me reprochó un domingo por la tarde.
Sentí un nudo en la garganta, pero respiré hondo.
—Mamá, te quiero mucho, pero necesito tiempo para mí y para Álvaro. No podemos estar juntos si siempre estamos pendientes de ti.
Hubo un silencio largo al otro lado del teléfono. Pensé que iba a colgarme. Pero entonces suspiró.
—Supongo que tienes razón… Me cuesta soltar —admitió con voz temblorosa—. Pero es que eres lo único que tengo.
Me dolió escucharla así, tan vulnerable. Pero sabía que tenía que mantenerme firme.
Las semanas pasaron y la relación con Álvaro empezó a mejorar. Volvimos a reírnos juntos viendo series en el sofá, a salir los sábados por Malasaña como cuando éramos novios. Mi madre seguía llamando, pero ya no todos los días. Incluso aceptó venir solo una vez al mes a cenar con nosotros.
Un día, mientras cocinábamos juntos, Álvaro me abrazó por detrás y susurró:
—Gracias por luchar por nosotros.
Me giré y le besé suavemente.
Pero no todo fue fácil. Hubo días en los que sentí culpa por ver a mi madre sola en su piso de Vallecas, mirando fotos antiguas o preguntándome si necesitaba algo del súper. A veces dudaba si estaba siendo egoísta o simplemente aprendiendo a ser adulta.
Un sábado lluvioso, fui a ver a mi madre sin avisar. La encontré sentada junto a la ventana, tejiendo una bufanda azul para mí.
—¿Estás bien? —le pregunté sentándome a su lado.
Ella me miró con ojos cansados pero dulces.
—Estoy aprendiendo —dijo—. A dejarte volar un poco más lejos cada día.
Nos abrazamos largo rato sin decir nada más.
Hoy sigo luchando por ese equilibrio frágil entre dos amores inmensos: el de mi madre y el de mi marido. A veces tropiezo, otras avanzo con paso firme. Pero por fin siento que tengo voz propia.
¿Dónde está el límite entre cuidar y controlar? ¿Cuántas veces hemos confundido amor con miedo a perder? ¿Vosotros también habéis tenido que elegir entre dos personas a las que amáis?