Entre Rosales y Silencio: La Decisión de Clara
—¿De verdad vas a dejar que todo esto se muera, Clara? —La voz de mi madre retumbó en la cocina, tan afilada como el cuchillo con el que cortaba cebollas para la cena.
Me quedé mirando por la ventana. Afuera, la lluvia caía sobre los rosales que mi padre había plantado hace años. El huerto, ese pequeño rectángulo de tierra que había sido el orgullo de la familia, ahora era un mar de barro y malas hierbas. Sentí un nudo en la garganta.
—No es eso, mamá. Es solo que… ya no tengo fuerzas. Trabajo todo el día, llego tarde, y cuando tengo un rato libre solo quiero sentarme en el sofá sin pensar en nada —le respondí, casi en un susurro.
Ella dejó el cuchillo sobre la encimera y se giró hacia mí. Sus ojos, cansados pero firmes, me atravesaron.
—Tu padre nunca habría dejado que el jardín se echara a perder. ¿Sabes cuántas veces salió bajo la lluvia para cuidar esos tomates? ¿Cuántas noches se quedó hasta tarde regando las plantas porque decía que así dormían mejor?
Sentí una punzada de culpa. Mi padre había muerto hacía dos años y desde entonces el jardín se había convertido en una especie de santuario. Pero también en una carga. Cada vez que veía las herramientas oxidadas o las semillas sin plantar, sentía que le fallaba.
—No soy papá —dije, con la voz quebrada—. Y no sé si quiero serlo.
El silencio se instaló entre nosotras. Solo se oía el golpeteo de la lluvia y el tic-tac del reloj.
Esa noche apenas dormí. Soñé con mi padre, con sus manos llenas de tierra y su risa contagiosa. Me desperté sudando, con el corazón desbocado. Me levanté y salí al jardín descalza, dejando que el frío me atravesara los pies. Me senté en el banco de piedra y lloré hasta quedarme vacía.
Al día siguiente, mientras desayunaba, mi madre me miró de reojo.
—¿Has pensado en vender la casa? —preguntó, como si hablara del tiempo.
Me atraganté con el café.
—¿Venderla? ¿Y dejar todo esto atrás?
Ella encogió los hombros.
—Quizá sea lo mejor. Si no puedes con el jardín, tampoco podrás con la casa. Es mucho para una sola persona.
Me dolió escucharla, pero tenía razón. Desde que papá no estaba, todo parecía más grande, más pesado. El jardín ya no era un lugar de encuentro sino una lista interminable de tareas pendientes: podar los setos, arrancar las malas hierbas, plantar nuevas semillas…
Esa tarde vino Lucía, mi mejor amiga desde la universidad. Nos sentamos en el porche con una botella de vino barato y miramos el jardín en silencio.
—¿Por qué no lo simplificas? —me dijo de repente—. Deja solo el césped y unas cuantas flores. Hazlo tuyo, no lo que esperan los demás.
Me quedé pensando en sus palabras. ¿Por qué sentía que tenía que mantenerlo todo igual? ¿Era por miedo a decepcionar a mi madre? ¿Por no traicionar la memoria de mi padre?
Esa noche hablé con mamá.
—He decidido quitar el huerto —le dije—. Solo dejaré el césped y los rosales. Quiero un espacio donde pueda descansar, no otro motivo para sentirme culpable.
Ella me miró largo rato antes de asentir.
—Quizá tengas razón —admitió al fin—. A veces nos aferramos a las cosas por miedo a olvidar.
Durante semanas trabajé en el jardín. Arranqué las plantas marchitas, nivelé la tierra y sembré césped nuevo. Dejé los rosales porque eran lo único que realmente me recordaba a papá sin hacerme daño. Cada tarde me sentaba en el banco de piedra y respiraba hondo, sintiendo cómo poco a poco el peso se aligeraba.
Un día, mientras regaba los rosales, mi madre salió al porche con una taza de té.
—¿Sabes? —dijo—. Cuando era joven odiaba este jardín. Tu abuelo me obligaba a ayudarle y yo solo quería salir con mis amigas. Pero ahora entiendo lo que sentía: era su manera de estar cerca de nosotros.
Nos quedamos en silencio, mirando cómo el sol caía sobre las flores. Por primera vez en mucho tiempo sentí paz.
A veces pienso en todo lo que he perdido y en lo que he ganado al dejar ir ciertas cosas. ¿Es egoísta buscar mi propio equilibrio? ¿O es simplemente necesario para poder seguir adelante?
¿Vosotros también habéis sentido alguna vez ese peso invisible de las expectativas familiares? ¿Qué haríais vosotros: mantener viva una tradición o crear vuestro propio espacio para respirar?