Fe en la encrucijada: Cómo encontré fuerzas tras la traición de mi esposo
—¿Por qué llegas tan tarde otra vez, Javier? —pregunté, con la voz temblorosa, mientras el reloj marcaba las once y media de la noche. El silencio que siguió fue más cruel que cualquier palabra. Él dejó las llaves sobre la mesa, evitó mirarme y se encerró en el baño. Yo me quedé ahí, en la cocina de nuestra casa en Córdoba, con el corazón latiendo tan fuerte que sentía que iba a romperme el pecho.
No sé en qué momento exacto lo supe. Tal vez fue el perfume ajeno en su camisa, o los mensajes que leí por accidente en su celular cuando buscaba una foto de nuestro hijo. Pero esa noche, mientras escuchaba el agua correr en la ducha, sentí que mi mundo se desmoronaba. No era solo el dolor de la traición; era la vergüenza, el miedo al qué dirán, la rabia de saberme engañada después de quince años juntos.
Al día siguiente, mientras preparaba el desayuno para mis hijos, Lucía y Tomás, fingí una sonrisa. «Mamá, ¿por qué estás triste?», preguntó Lucía con sus grandes ojos negros. «No estoy triste, amor. Solo estoy cansada», mentí. Pero por dentro sentía un vacío inmenso.
La noticia corrió rápido. En barrios como el nuestro, donde todos se conocen y los chismes vuelan más rápido que el viento norte, no tardó en llegarme el rumor de que Javier tenía otra mujer. «Dicen que es una compañera del trabajo», me susurró mi vecina Marta una tarde, mientras tomábamos mate en la vereda. Sentí ganas de gritarle que no me lo dijera, que prefería no saber. Pero ya era tarde.
Las noches se volvieron eternas. Me arrodillaba al pie de la cama y rezaba: «Dios mío, dame fuerzas para no odiarlo. Ayúdame a entender por qué me pasa esto a mí». Mi mamá me llamaba todos los días: «Mariana, hija, no te olvides que valés mucho. No dejes que esto te destruya». Pero yo sentía que me ahogaba en un mar de dudas y reproches.
Un domingo, después de misa, me acerqué al padre Esteban. Le conté todo entre lágrimas: «No sé si podré perdonarlo alguna vez». Él me miró con ternura y me dijo: «El perdón no es para él, Mariana. Es para vos. Para que puedas sanar y seguir adelante».
Pero perdonar no es fácil cuando cada rincón de tu casa te recuerda lo que perdiste. El olor a café por las mañanas, las fotos familiares en la repisa, los dibujos de los chicos pegados en la heladera… Todo era un recordatorio cruel de lo que alguna vez fuimos.
Mis amigas intentaron animarme. «Vamos a salir este viernes, te hace falta distraerte», insistió Florencia. Pero yo no tenía ganas de nada. Me sentía invisible, como si hubiera dejado de existir fuera del rol de esposa y madre.
Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché a Lucía llorar en su cuarto. Fui corriendo y la encontré abrazando su osito de peluche. «¿Papá ya no nos quiere?», sollozaba. Sentí una punzada en el pecho. La abracé fuerte y le dije: «Papá siempre te va a querer, aunque a veces los adultos cometemos errores».
Esa noche decidí enfrentar a Javier. Lo esperé despierta y cuando llegó le dije: «Ya sé todo. No quiero más mentiras». Él bajó la cabeza y lloró como nunca lo había visto llorar antes. «Perdóname, Mariana. No sé en qué momento me perdí… No quiero perderte a vos ni a los chicos».
Pero yo ya no era la misma. Algo dentro mío se había roto y no sabía si podía volver a confiar en él.
Pasaron semanas de silencios incómodos y charlas interminables con mi hermana Paula, que vino desde Rosario para acompañarme unos días. «No tenés que decidir nada ahora», me repetía. «Date tiempo para sanar».
Empecé terapia con una psicóloga del centro comunitario. Al principio me costaba hablar; sentía vergüenza de admitir que mi matrimonio estaba hecho trizas. Pero poco a poco fui soltando el dolor, el enojo, la culpa.
Un día, mientras caminaba por la costanera con Tomás de la mano, sentí una paz extraña. El sol brillaba sobre el río Suquía y pensé: «Tal vez puedo empezar de nuevo».
Javier intentó todo para recuperar mi confianza: cartas, flores, promesas de cambio… Incluso aceptó ir juntos a terapia de pareja. Pero yo sabía que el verdadero cambio tenía que venir de adentro mío.
Una noche, después de acostar a los chicos, me miré al espejo y apenas me reconocí. Ojeras profundas, ojos hinchados… pero también una mirada más firme, más decidida.
Empecé a salir con mis amigas otra vez. Fuimos al cine, a bailar cumbia en un bar del centro… Me reí como hacía años no lo hacía. Descubrí que todavía podía disfrutar la vida sin depender de nadie.
En casa las cosas seguían tensas pero diferentes. Javier se esforzaba por ser mejor padre y compañero; yo aprendía a poner límites y a priorizarme por primera vez en mucho tiempo.
Un día recibí un mensaje inesperado: era Ana Laura, una ex compañera del secundario con quien había perdido contacto hacía años. «Vi tu foto en Facebook… Si necesitás hablar o salir un rato, contá conmigo». Nos juntamos a tomar un café y terminé llorando en su hombro como si el tiempo no hubiera pasado.
La red de mujeres que me sostuvo fue fundamental: mi mamá, mis hermanas, mis amigas… Todas habían pasado por dolores similares y entendían mi sufrimiento sin juzgarme.
Con el tiempo aprendí a perdonar —no porque Javier lo mereciera necesariamente— sino porque yo necesitaba dejar atrás el rencor para poder vivir en paz.
Hoy miro hacia atrás y veo todo lo que he crecido. Mi fe fue mi refugio cuando sentía que no podía más; mis hijos fueron mi motor para seguir adelante; mis amigas y mi familia fueron mi sostén cuando las fuerzas flaqueaban.
No sé qué pasará mañana con Javier y conmigo. Tal vez logremos reconstruir nuestro matrimonio; tal vez cada uno siga su camino por separado. Pero sé que ya no tengo miedo.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres callan su dolor por miedo al qué dirán? ¿Cuántas se olvidan de sí mismas por sostener una familia rota? Yo elegí hablarlo, buscar ayuda y volver a empezar… ¿Y vos? ¿Qué harías si tu mundo se desmorona en una tarde cualquiera?