¿Fui una abuela tacaña o una madre incomprendida?

—¿Eso es todo lo que le das para la merienda, Dolores? —La voz de mi yerno, Sergio, retumbó en la cocina como un trueno inesperado. Lucía, mi nieta de seis años, me miró con esos ojos grandes, llenos de preguntas y de inocencia.

Me quedé quieta, con el cuchillo aún en la mano, a medio cortar una manzana. Sentí el calor subirme por las mejillas. No era la primera vez que Sergio cuestionaba mis maneras, pero nunca delante de Lucía.

—No hace falta más, Sergio. Una manzana y un trozo de pan con chocolate es suficiente. Así me criaron a mí y así crié a tus cuñados —respondí, intentando mantener la calma.

Él bufó, cogió a Lucía de la mano y se dirigió hacia la puerta. —En casa no le faltan galletas ni zumos. No entiendo por qué aquí tiene que ser distinto. ¿Tan poco te importa?

La puerta se cerró de un portazo. El silencio fue tan pesado que casi podía cortarlo con el cuchillo que aún apretaba entre los dedos.

Me senté en la silla de madera, la misma donde mi madre me peinaba cuando era niña. Recordé los días de vendimia, cuando el trabajo era duro y la comida escasa, pero nunca faltaba una sonrisa o un abrazo. ¿Era yo demasiado dura? ¿Demasiado antigua?

Mi hija Marta llegó esa tarde, con el ceño fruncido y la voz temblorosa.

—Mamá, Sergio está muy enfadado. Dice que no cuidas bien de Lucía, que no le das ni para un capricho…

—¿Y tú qué piensas? —le pregunté, mirándola a los ojos.

—No lo sé… —suspiró—. A veces creo que no entiendes lo que necesitan los niños hoy en día.

Sentí un nudo en la garganta. ¿De verdad era tan difícil entender que el cariño no se mide en dulces? Que yo prefería ahorrar para comprarle unos zapatos nuevos cuando creciera el pie, antes que gastarlo en chucherías.

Esa noche apenas dormí. Me levanté varias veces a mirar la hucha donde guardo las monedas para Lucía. No era mucho: unos pocos euros que iba juntando para cuando necesitara algo especial. Recordé cómo mi padre me enseñó a ahorrar, a no gastar en tonterías porque nunca sabías cuándo vendría una mala cosecha.

Al día siguiente, fui al colegio a buscar a Lucía. La vi salir corriendo con una sonrisa, pero al verme se frenó en seco.

—¿Hoy tampoco hay galletas? —me preguntó bajito.

Me agaché a su altura y le acaricié el pelo.

—Hoy hay bocadillo de jamón y zumo de naranja natural. ¿Te parece bien?

Ella asintió, pero su mirada se perdió entre los niños que sacaban bolsas de patatas fritas y bollos industriales.

De camino a casa, Lucía me contó que en el recreo todos los niños compartían golosinas y que ella nunca tenía nada para intercambiar. Sentí una punzada de culpa mezclada con orgullo: quería protegerla del exceso, pero también quería verla feliz.

Esa tarde, Marta vino a recogerla antes de lo habitual. Me miró con tristeza.

—Mamá, Sergio dice que mejor no traigamos más a Lucía hasta que cambies tu manera de cuidarla. No quiere que se sienta diferente ni menos querida.

Me quedé sola en la cocina, rodeada de fotos antiguas y del olor a pan recién hecho. Lloré como hacía años no lloraba. No por mí, sino por esa distancia invisible que crecía entre generaciones.

Los días siguientes fueron un suplicio. El silencio de la casa era ensordecedor. Me preguntaba si debía ceder y llenar la despensa de dulces solo para ver sonreír a mi nieta. Pero también pensaba en los valores que quería transmitirle: el esfuerzo, la sencillez, el saber esperar.

Una tarde, mientras regaba las plantas del patio, vi a mi vecina Carmen asomada a su ventana.

—Dolores, ¿qué te pasa? Hace días que no veo a Lucía contigo.

Le conté lo sucedido entre lágrimas contenidas. Carmen suspiró.

—A mí me pasa igual con mis nietos. Todo es poco para ellos ahora… pero ¿y lo que les enseñamos? Eso no lo compran ni con todo el dinero del mundo.

Sus palabras me reconfortaron un poco, pero la herida seguía abierta. Decidí escribirle una carta a Marta:

«Querida hija,
Sé que piensas que soy dura o anticuada, pero todo lo hago por amor. No quiero que Lucía pase hambre ni se sienta menos que nadie, pero tampoco quiero perder lo poco que puedo darle: mi tiempo, mis historias y mis valores. Si alguna vez necesitas ayuda para comprarle algo especial, dímelo. Pero no me pidas que cambie quién soy ni cómo entiendo el cariño. Te quiero mucho. Mamá.»

No sé si Marta entendió mi carta o si Sergio alguna vez podrá perdonarme por ser diferente. Pero sigo guardando monedas en la hucha y esperando el día en que Lucía vuelva corriendo a mis brazos pidiendo una merienda sencilla y un cuento antes de dormir.

A veces me pregunto: ¿De verdad el amor se mide en caramelos? ¿O estamos olvidando lo importante por miedo a no encajar? ¿Qué haríais vosotros en mi lugar?