¿Hasta dónde llega el amor cuando la madre nunca se va?

—¿Lucía? ¿Sigues durmiendo?— La voz de doña Carmen retumbó en mi móvil, tan aguda y autoritaria que me hizo sentar de golpe en la cama. Eran las siete de la mañana de un domingo. —Sergio tiene que desayunar antes de ir al trabajo. ¿Puedes prepararle algo? Ya sabes que le gusta el café con leche y las tostadas con tomate.

Me quedé mirando el techo, el corazón acelerado. Llevaba apenas dos semanas viviendo con Sergio en su piso de Vallecas, y ya sentía que su madre estaba más presente que yo. No era la primera vez que llamaba a esas horas, ni sería la última. Pero esa mañana, mientras me ponía la bata y caminaba hacia la cocina, sentí una punzada de rabia mezclada con tristeza.

Sergio apareció en el pasillo, despeinado y bostezando. —¿Quién era? —preguntó, aunque lo sabía perfectamente.

—Tu madre. Dice que tienes que desayunar bien.

Él sonrió, como si aquello fuera lo más normal del mundo. —Es que se preocupa mucho por mí, ya sabes cómo es.

No, no lo sabía. Mi madre vivía en Salamanca y apenas me llamaba una vez a la semana para preguntarme si necesitaba algo. Pero doña Carmen era diferente: llamaba cada día, preguntaba qué comíamos, si habíamos limpiado el baño, si Sergio llevaba la bufanda puesta…

Al principio pensé que era cariño. Luego entendí que era control.

La situación fue empeorando. Una tarde, mientras preparaba una tortilla de patatas, Sergio me dijo:

—Mañana viene mi madre a comer. Quiere ver cómo te sale el cocido.

Sentí un nudo en el estómago. —¿Por qué no cocinas tú?

—Sabes que a ella le gusta más cómo cocinas tú —respondió, sin mirarme.

Al día siguiente, doña Carmen llegó puntual, con su abrigo de paño y su mirada escrutadora. Se sentó en la mesa y empezó a inspeccionar cada rincón del piso.

—¿Has cambiado las cortinas? —preguntó—. Antes estaban mejor.

Durante la comida, criticó el punto de sal del cocido, el orden de los platos y hasta cómo había colocado los cubiertos. Sergio no dijo nada. Solo asentía y sonreía nervioso.

Esa noche discutimos por primera vez.

—No puedo más, Sergio. Tu madre está en todo. No me siento en mi casa.

Él suspiró. —Es mi madre, Lucía. No puedo decirle que no venga.

—¿Y yo? ¿No importo yo?

Se encogió de hombros, como si mi dolor fuera un capricho pasajero.

Los días pasaron y la situación se volvió insostenible. Doña Carmen empezó a aparecer sin avisar. Un día entré al baño y me encontré con ella limpiando los azulejos.

—Hay que mantener esto limpio —dijo, mirándome por encima del hombro—. Sergio siempre ha sido muy delicado con estas cosas.

Me sentí humillada, invisible en mi propia casa.

Intenté hablarlo con mis amigas. Marta me dijo:

—Tienes que poner límites. Si no lo haces ahora, nunca lo harás.

Pero cada vez que intentaba hablar con Sergio, él se cerraba en banda.

Una noche, después de otra discusión, salí a caminar por el barrio. Las luces de Madrid brillaban indiferentes mientras yo lloraba en silencio. Pensé en mi vida antes de Sergio: mis tardes tranquilas leyendo en el sofá, mis desayunos sin prisas los domingos…

¿En qué momento había dejado de ser yo para convertirme en una sombra bajo la mirada de doña Carmen?

Un sábado por la mañana, mientras hacía la compra en el mercado de Antón Martín, vi a una pareja discutiendo por el tipo de pan que debían comprar. Me di cuenta de que todas las parejas tienen problemas, pero lo mío era diferente: yo no luchaba contra Sergio, sino contra su madre… y contra su incapacidad para cortar el cordón umbilical.

Esa tarde tomé una decisión. Cuando Sergio llegó del trabajo, le dije:

—Necesito hablar contigo. O ponemos límites a tu madre o esto se acaba.

Él me miró como si le hubiera pedido algo imposible.

—No puedo hacerle eso a mi madre —susurró.

Sentí que se me rompía algo por dentro. Hice las maletas esa misma noche y volví a casa de mi hermana en Chamberí.

Han pasado meses desde entonces. A veces me pregunto si fui demasiado dura o si debí aguantar más. Pero luego recuerdo aquellas mañanas en las que doña Carmen decidía cuándo debía levantarme o qué debía cocinar…

Ahora vivo sola otra vez. Echo de menos algunas cosas de Sergio: su risa tonta, sus abrazos por la noche… Pero he recuperado algo más importante: mi libertad.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres en España viven bajo la sombra de una suegra omnipresente? ¿Hasta dónde estamos dispuestas a llegar por amor antes de perdernos a nosotras mismas?