¿Hasta dónde llega el deber? La historia de Lucía, mi familia y el precio de la felicidad

—¿Otra vez llegas tarde, Lucía? —La voz de mi madre retumbó en el pasillo, mezclada con el olor a cocido que llevaba horas hirviendo en la cocina.

Me quité los zapatos con torpeza, intentando no mirar a Carmen, que estaba tumbada en el sofá con el móvil en la mano, como cada tarde desde que perdió su trabajo hace dos años. Yo tenía 28 años y sentía que la vida se me escapaba entre turnos dobles en la farmacia y las discusiones en casa.

—He tenido que quedarme porque una señora se ha puesto mala en la tienda —mentí. En realidad, me había quedado media hora más hablando con Álvaro, mi novio. Él siempre me preguntaba por qué no me iba a vivir con él, por qué seguía aquí, atrapada.

Mi madre suspiró fuerte, como si su vida dependiera de mi puntualidad. —Pues ya podrías haber traído pan. Aquí nadie piensa en lo que hace falta en esta casa.

Carmen ni levantó la vista. —Mamá, ¿me haces un café? —dijo, como si yo no existiera.

A veces me preguntaba si era invisible. Si algún día dejaría de ser la hija responsable para convertirme en alguien con derecho a ser feliz.

Esa noche, mientras fregaba los platos, escuché a mi madre y a Carmen hablando en voz baja en el salón.

—Lucía está rara últimamente —decía Carmen—. Seguro que se ha echado un novio y nos va a dejar tiradas.

—No digas tonterías —respondió mi madre—. Lucía sabe cuál es su sitio. Sin ella no podríamos pagar ni la luz.

Me temblaron las manos. ¿Era eso lo que pensaban de mí? ¿Una especie de seguro de vida?

Al día siguiente, Álvaro me esperaba en la puerta de la farmacia. Tenía esa sonrisa suya que siempre me hacía sentir que todo era posible.

—¿Has pensado lo que te dije? —preguntó mientras caminábamos por la Gran Vía.

—No puedo dejarles ahora. Mi madre está mayor y Carmen… bueno, ya sabes cómo es.

Álvaro se detuvo y me miró a los ojos.

—Lucía, llevamos tres años juntos. Siempre tienes una excusa para anteponerlas a ti misma. ¿Y nosotros? ¿No merecemos una oportunidad?

No supe qué decirle. Sentí una punzada de culpa tan fuerte que tuve que apartar la mirada.

Esa noche, al llegar a casa, encontré a Carmen llorando en la cocina. Me acerqué despacio.

—¿Qué te pasa?

—Nada —dijo secándose las lágrimas—. Es que todo me sale mal. No encuentro trabajo, mamá no para de quejarse… Y tú encima te vas a ir con tu novio y nos vas a dejar solas.

Me senté a su lado y le cogí la mano.

—Carmen, yo también estoy cansada. Pero no puedo vivir tu vida por ti. Tienes que intentarlo otra vez.

Ella apartó la mano bruscamente.

—Tú siempre tan perfecta. Seguro que si yo tuviera tu suerte…

No era suerte. Era agotamiento. Era renunciar a todo lo que quería para sostener un castillo de naipes que se caía cada vez que yo pestañeaba.

Los días pasaban y el ambiente en casa se volvía irrespirable. Mi madre empezó a enfermar más seguido; o eso decía ella. Carmen seguía sin buscar trabajo y yo sentía que me ahogaba.

Una tarde, Álvaro apareció en casa sin avisar. Mi madre le miró como si fuera un intruso.

—¿Qué haces aquí? —preguntó seca.

—He venido a ver a Lucía —respondió él con calma—. Quiero hablar con ella un momento.

Me llevó al parque de enfrente y se sentó conmigo en un banco.

—Lucía, tienes que decidir. No puedes seguir así toda la vida. Yo te quiero, pero no puedo verte destruirte por personas que no quieren ayudarte ni a sí mismas.

Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo. ¿Por qué tenía que elegir? ¿Por qué nadie entendía lo difícil que era?

Esa noche no dormí. Escuché a mi madre toser desde su habitación y a Carmen viendo series hasta las tantas. Me levanté y miré mi reflejo en el espejo del baño: ojeras profundas, ojos apagados, una sombra de lo que fui.

A la mañana siguiente reuní el valor para hablar con ellas durante el desayuno.

—Necesito deciros algo —dije con voz temblorosa—. No puedo seguir así. Estoy cansada y quiero vivir mi vida. Os ayudaré en lo que pueda, pero no puedo ser vuestra salvadora siempre.

Mi madre me miró como si le hubiera dado una bofetada.

—¿Y qué vamos a hacer nosotras? ¿Te vas a ir y nos vas a dejar tiradas?

Carmen empezó a llorar otra vez, pero esta vez no sentí culpa. Sentí alivio.

—No os voy a abandonar —dije—. Pero necesito espacio para ser feliz también yo.

Me marché esa tarde con Álvaro. Lloré todo el camino hasta su piso, pero por primera vez sentí que respiraba aire limpio.

Han pasado meses desde entonces. Sigo ayudando a mi familia, pero ya no vivo para ellas. Carmen encontró un trabajo eventual y mi madre aprendió a pedir ayuda cuando realmente la necesita.

A veces me pregunto si fui egoísta o simplemente valiente. ¿Hasta dónde llega el deber hacia los demás? ¿Cuándo empieza el deber hacia una misma?