Herencia de recuerdos: La historia de Lucía y su abuela Carmen

—¿Quién eres tú? —me preguntó mi abuela Carmen, con los ojos perdidos en la penumbra del salón.

Me quedé helada. Era la tercera vez esa semana que no me reconocía, pero escuchar esas palabras, tan frías y ajenas, me desgarró por dentro. Yo, Lucía, su nieta favorita, la que pasaba los veranos en su casa de Toledo y la que ahora, con veintisiete años, había heredado su piso en Lavapiés tras la muerte de mi abuelo Julián. Pero nadie me preparó para esto: para ver cómo la mujer más fuerte que conocía se desvanecía poco a poco en un mar de recuerdos rotos.

—Soy Lucía, abuela… tu nieta —le respondí, forzando una sonrisa mientras sentía las lágrimas arderme en los ojos.

Ella me miró con desconfianza, como si yo fuera una extraña. Me dolió más de lo que puedo explicar. Desde que mamá murió, Carmen fue mi refugio. Ahora, era yo quien debía protegerla. Pero nadie habla de lo difícil que es cuidar a alguien que ya no te recuerda.

La herencia del piso fue una sorpresa para todos. Mi tío Antonio y mi tía Pilar no tardaron en llamarme interesándose por los papeles y el testamento. «No puedes quedarte con todo, Lucía», me dijo Pilar una tarde, mientras tomábamos café en la cocina. «Mamá no estaba bien cuando firmó eso». Sentí rabia y vergüenza al mismo tiempo. ¿Acaso no veían lo que estaba pasando? ¿No entendían que lo único que quería era cuidar de Carmen?

Las discusiones familiares se volvieron rutina. Antonio insistía en vender el piso para repartir el dinero. Pilar decía que yo manipulaba a Carmen. Y yo… yo solo quería que mi abuela tuviera un lugar seguro donde vivir sus últimos años.

Las noches eran las peores. Carmen se levantaba desorientada, buscaba a mi abuelo por toda la casa o se ponía a llorar porque no recordaba dónde estaba. Yo apenas dormía, siempre alerta por si intentaba salir o se hacía daño. A veces pensaba en rendirme, en llamar a una residencia y dejar que otros se encargaran. Pero luego recordaba sus manos temblorosas agarrando las mías, sus historias sobre la guerra y los bailes en la plaza del pueblo… y no podía hacerlo.

Un día, mientras le preparaba la merienda, Carmen me miró fijamente y murmuró:

—¿Por qué estás triste?

Me sorprendió su lucidez repentina. Me senté a su lado y le confesé:

—Tengo miedo de perderte antes de tiempo.

Ella sonrió con dulzura y acarició mi mejilla.

—No me vas a perder nunca, Lucía. Estoy aquí —dijo, aunque ambos sabíamos que cada día estaba un poco menos.

La situación empeoró cuando Antonio apareció con un abogado. Querían incapacitar a Carmen y gestionar ellos la herencia. Me sentí traicionada y sola. Nadie veía las noches sin dormir, los ataques de pánico, el miedo constante a equivocarme. Solo veían el piso, el dinero.

Una tarde de otoño, después de otra discusión familiar, salí al balcón y grité al cielo:

—¡¿Por qué tengo que elegir entre mi familia y mi abuela?!

Los vecinos me miraron con lástima. Madrid seguía su ritmo frenético mientras yo me ahogaba en mis propios problemas.

Empecé a ir a un grupo de apoyo para cuidadores. Allí conocí a Marta, una mujer que cuidaba de su padre con Alzheimer. Compartimos lágrimas y risas amargas. Me ayudó a entender que no estaba sola, que mi dolor era real y válido.

Pero la culpa seguía ahí. Cada vez que Carmen tenía un buen día, me ilusionaba pensando que todo volvería a ser como antes. Cada vez que se perdía en sus recuerdos, sentía que fracasaba como nieta.

Una noche, mientras le leía un poema de Machado, Carmen murmuró:

—Gracias por quedarte conmigo.

Lloré en silencio hasta quedarme dormida a su lado.

Hoy escribo esto desde el mismo salón donde empezó todo. Carmen ya no está, pero su ausencia pesa tanto como su presencia. El piso sigue siendo mío, pero ahora es solo un lugar lleno de ecos y fotografías antiguas.

A veces me pregunto si hice lo correcto. ¿Hasta dónde llega el deber familiar? ¿Cuánto amor cabe en el sacrificio?

¿Vosotros qué haríais? ¿Es justo cargar con todo por amor o hay un límite para la responsabilidad?