Herencia en la Calle de los Geranios: El Precio del Silencio

—¿Por qué no te vas ya a casa, Elena? Ya es tarde —me dice mi abuela Carmen, sentada en su butaca junto a la ventana, con la mirada perdida en los tejados de Madrid.

No le respondo. Me limito a recoger las tazas del café y a fregar los platos, como hago cada noche desde hace doce años. Doce años desde que mamá murió y papá se marchó a Valencia con su nueva pareja. Doce años desde que Carmen se quedó sola en este piso de la calle de los Geranios, y yo, con veintitrés años y una carrera de Historia recién terminada, me convertí en su única compañía.

A veces me pregunto si alguna vez fui joven. Si alguna vez tuve derecho a salir, a enamorarme, a equivocarme sin sentirme culpable por dejarla sola. Pero cada vez que lo intento, la culpa me muerde el estómago. ¿Cómo dejarla? ¿Quién le haría la compra, le pondría las medias de compresión, le escucharía hablar de su infancia en Salamanca?

Esta noche, sin embargo, hay algo distinto en el aire. Quizá es el cansancio acumulado o el miedo que me aprieta el pecho desde hace semanas. El casero me ha subido el alquiler del estudio y apenas llego a fin de mes. Y aunque nunca lo he dicho en voz alta, sé que cuando Carmen falte, este piso —su piso— será vendido y yo me quedaré sin nada. Sin casa, sin familia, sin raíces.

—Abuela —digo al fin, con la voz temblorosa—, ¿puedo preguntarte algo?

Ella gira la cabeza despacio, como si le costara salir de sus recuerdos.

—Claro, hija. ¿Qué te preocupa?

Me siento frente a ella y noto cómo me sudan las manos. No sé cómo empezar. ¿Cómo se pide una herencia en vida sin parecer una interesada? ¿Cómo se le dice a la persona que más quieres que tienes miedo de quedarte sola y en la calle?

—Abuela… Yo… He estado pensando en el futuro. En qué pasará cuando tú… bueno, cuando ya no estés.

Carmen sonríe con ternura, pero sus ojos se oscurecen.

—¿Tienes miedo de quedarte sola?

Asiento. No puedo evitar que se me llenen los ojos de lágrimas.

—No quiero que pienses que solo estoy aquí por el piso —susurro—. Pero llevo muchos años contigo y… No tengo a nadie más. Si vendieran este piso cuando tú faltes… No sé dónde iría.

Carmen guarda silencio. El reloj del salón marca las once y media. Afuera, los coches pasan como fantasmas bajo las farolas.

—¿Quieres que te deje el piso? —pregunta al fin, sin rodeos.

Me estremezco. No sé si decir que sí o que no. No sé si tengo derecho a pedirlo.

—No lo sé —respondo—. Solo… Solo quiero sentirme segura. Saber que todo este tiempo ha servido para algo más que para ver cómo se apaga tu vida poco a poco.

Carmen suspira y cierra los ojos un instante.

—Cuando tu madre murió —dice—, yo también sentí ese miedo. El miedo a quedarme sola, a perderlo todo. Por eso te agradezco cada día que estés aquí conmigo. Pero también sé lo que es vivir con miedo al futuro.

Me coge la mano con fuerza.

—Elena, este piso es tuyo desde hace mucho tiempo, aunque no lo ponga ningún papel. Pero hay cosas que no se pueden forzar. La familia es eso: estar cuando nadie más está. Y tú has estado.

Me echo a llorar. No sé si de alivio o de vergüenza por haber sacado el tema.

Los días siguientes son un torbellino de emociones. Carmen empieza a hablar con su abogado sobre cómo dejarme el piso en vida. Pero mi tía Mercedes, que vive en Zaragoza y apenas llama una vez al mes, se entera y monta un escándalo monumental por WhatsApp:

—¡Eso es manipulación! ¡Elena solo quiere quedarse con todo! ¡No es justo!

Mi prima Lucía me escribe por Instagram:

—Tía, ¿de verdad vas a dejar que la abuela te regale el piso? ¿Y los demás qué?

Me siento como una ladrona en mi propia familia. Los domingos ya no son iguales; las videollamadas familiares se llenan de silencios incómodos y miradas acusadoras.

Una tarde Carmen me encuentra llorando en la cocina.

—No llores más por esto —me dice—. La gente solo ve lo que quiere ver. Yo sé quién ha estado aquí todos estos años.

Pero yo no puedo evitar sentirme culpable. ¿Y si Mercedes tiene razón? ¿Y si estoy aprovechándome del cariño de mi abuela?

Las semanas pasan y Carmen va perdiendo fuerzas. Una mañana me llama desde su habitación:

—Elena… Ven un momento.

Entro y la veo más pequeña que nunca entre las sábanas blancas.

—He firmado los papeles —me dice—. El piso será tuyo cuando yo falte. Pero prométeme una cosa: no dejes que esto te robe la alegría de vivir.

Le prometo entre lágrimas que intentaré ser feliz, aunque no sé cómo hacerlo sin ella.

El día del funeral Mercedes ni siquiera me mira a los ojos. Lucía se marcha antes del café. Me quedo sola en el salón vacío, rodeada de fotos antiguas y del eco de las risas de mi infancia.

Ahora vivo aquí, en la calle de los Geranios, rodeada de recuerdos y silencios. A veces me pregunto si hice lo correcto o si debería haber renunciado al piso para no perder a mi familia.

¿De verdad es posible heredar un hogar sin perderse a uno mismo por el camino? ¿Vosotros qué haríais en mi lugar?