La Belleza Invisible: El Espejo de Mariana

—¡Mamá, no voy a ir a esa fiesta! —grité desde el baño, con las lágrimas corriéndome el rímel por las mejillas. Mi madre, Lucía, golpeó la puerta con esa mezcla de impaciencia y preocupación que sólo una madre mexicana puede tener.

—Mariana, por favor, no empieces otra vez. Ya gasté dinero en ese vestido y tu tía Laura está esperando verte. ¿Por qué te empeñas en esconderte?—

Me miré al espejo. El vestido rojo colgaba de mi cuerpo como si no me perteneciera. Mi piel morena, mi cabello rizado y rebelde, mis caderas anchas… Todo lo que yo veía eran defectos. Todo lo que mi familia veía era una hija que no se esforzaba lo suficiente por ser «presentable».

—¿Por qué no puedes ser como tu prima Valeria? Ella siempre está arreglada, siempre sonríe, siempre…—

No la dejé terminar. Abrí la puerta de golpe y le grité:

—¡Porque yo no soy Valeria! ¡Nunca voy a ser como ella!—

Mi madre se quedó callada, herida. Yo sentí el peso de la culpa, pero también una rabia sorda que me quemaba por dentro. Cerré la puerta y me senté en el piso frío del baño, abrazando mis rodillas. ¿Por qué tenía que doler tanto ser yo misma?

Desde niña, en nuestro barrio de Guadalajara, aprendí que la belleza era casi una obligación. Las mujeres debían estar siempre impecables: uñas pintadas, cabello planchado, maquillaje perfecto. Mi abuela repetía: “La mujer que se descuida, pierde el respeto”. Pero yo nunca encajé en ese molde. Prefería leer novelas de Isabel Allende o perderme en mis dibujos antes que pasar horas frente al espejo.

En la secundaria, los chicos se burlaban de mi peso y mis lentes gruesos. “Gorda intelectual”, me decían. Mi refugio era mi mejor amiga, Camila, quien siempre me recordaba que yo era más que mi apariencia. Pero incluso ella empezó a cambiar cuando entramos a la prepa: se alisó el cabello, se maquilló y dejó de invitarme a las fiestas porque “no encajaba”.

A los veinte años, la presión aumentó. Mis tías preguntaban cuándo iba a “arreglarme” para conseguir novio. En cada reunión familiar, los comentarios sobre mi cuerpo eran inevitables:

—¿Y ese vestido? Te hace ver más llenita.
—¿Por qué no pruebas esa dieta que hizo tu prima?
—Mira que ya tienes edad para pensar en casarte.

Yo sonreía por fuera y me rompía por dentro.

El punto de quiebre llegó el día de la boda de Valeria. Mi madre me obligó a ir al salón de belleza. Me senté frente al espejo mientras una estilista argentina me estiraba el cabello con fuerza.

—Tenés un pelo hermoso, pero hay que domarlo —dijo con una sonrisa forzada.

Me sentí como una muñeca rota. Cuando salí del salón, mi reflejo era el de otra persona: labios rojos, ojos delineados, cabello liso como tabla. Todos me felicitaron por “lo guapa” que me veía esa noche. Pero yo sólo quería llorar.

En la fiesta, un primo lejano intentó coquetear conmigo sólo porque finalmente “me veía bien”. Sentí asco. Salí al jardín y me senté sola bajo un árbol de jacaranda. Fue ahí donde mi abuela se acercó y se sentó a mi lado.

—¿Por qué estás tan triste, Marianita? —preguntó con voz suave.

—Porque siento que nunca soy suficiente —respondí entre sollozos—. Que sólo valgo si me veo bonita para los demás.

Mi abuela me tomó la mano y suspiró.

—Yo también sentí eso toda mi vida —confesó—. Pero aprendí tarde que la belleza es como el perfume: si sólo lo usas para los demás, se acaba rápido. Si lo disfrutas tú primero, dura para siempre.

Sus palabras me hicieron llorar aún más fuerte. Esa noche, al llegar a casa, me desmaquillé frente al espejo y me miré largo rato. Por primera vez en años, traté de ver algo más allá de mis “defectos”. Vi a una mujer cansada pero valiente; alguien que había sobrevivido a las burlas, a la comparación constante y al rechazo.

Decidí buscar ayuda profesional. Empecé terapia con la psicóloga Andrea, quien me enseñó a cuestionar los estándares impuestos y a cuidar mi salud mental tanto como mi cuerpo. Aprendí a poner límites a los comentarios familiares y a rodearme de personas que valoraran mi autenticidad.

No fue fácil. Hubo días en los que recaí en viejos hábitos: dietas extremas, horas frente al espejo buscando imperfecciones. Pero poco a poco, empecé a disfrutar pequeñas cosas: caminar por el parque sin maquillarme, reírme fuerte sin cubrirme la boca, usar ropa cómoda aunque no fuera «favorecedora».

Un día, mi madre entró a mi cuarto mientras pintaba un mural para un proyecto comunitario.

—Te ves feliz —dijo sorprendida.

—Lo estoy —respondí sin dudarlo.

Ella se sentó junto a mí y por primera vez en mucho tiempo no habló de mi apariencia. Hablamos de mis sueños, de mis miedos y de lo difícil que es romper con lo aprendido.

Hoy tengo veintisiete años y sigo luchando contra esos fantasmas. Pero ya no permito que definan mi valor. Ahora sé que cuidarme va mucho más allá del maquillaje o la ropa; es respetar mis emociones, escuchar mi cuerpo y defender mi espacio.

A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres más viven atrapadas en un espejo ajeno? ¿Cuándo aprenderemos a mirarnos con los ojos del amor propio y no con los del juicio ajeno?