La boda de mi hermano: cuando el dinero destroza a una familia
—¿Y tú qué piensas hacer, Lucía? —La voz de mi madre retumba en el comedor, cortando el aire como un cuchillo. Mi padre mira su plato, fingiendo que no escucha, mientras Álvaro, mi hermano, aprieta los puños bajo la mesa. El olor a lentejas se mezcla con la tensión, y yo siento que me ahogo.
No sé cómo hemos llegado hasta aquí. Hace apenas dos meses, Álvaro nos anunció entre risas que se casaba con Marta, su novia de toda la vida. Todos brindamos con cava barato y mi madre lloró de alegría. Pero la ilusión duró poco. En cuanto empezaron los preparativos y las cuentas, la alegría se transformó en reproches y facturas.
—No es justo que tengamos que pagar todo nosotros —dice mi madre, mirando a mi padre con rabia contenida—. ¡Tú sabes lo que cuesta una boda en Madrid! ¿Por qué siempre tengo que ser yo la que pone el dinero?
Mi padre suspira, cansado. Trabaja en una ferretería desde hace treinta años y el sueldo apenas da para llegar a fin de mes. Pero mi madre heredó un piso en Salamanca de sus padres, y desde entonces todo es una guerra silenciosa sobre quién tiene más y quién pone menos.
Álvaro, sentado a mi lado, me aprieta la mano bajo la mesa. Sé que está desesperado. Quiere una boda grande, como las de sus amigos, con banquete en una finca y barra libre hasta el amanecer. Marta también presiona: su familia es de Pozuelo y esperan algo a la altura.
—Mamá, papá… —intento mediar—. No hace falta hacer una boda tan grande. Podemos buscar algo más sencillo…
—¡Tú siempre defendiendo a tu hermano! —me corta mi madre—. Como si no supieras lo que cuesta todo esto.
Me muerdo el labio para no llorar. Siento que estoy perdiendo a todos: a mi hermano, a mis padres, incluso a mí misma. Las cenas se han convertido en trincheras donde cada uno dispara su propio dolor.
Una noche, después de otra discusión interminable, encuentro a Álvaro en el balcón fumando. El humo se mezcla con el aire frío de marzo.
—No sé qué hacer, Lucía —me confiesa—. Marta me dice que si no hacemos la boda como quiere su familia, quedaremos como unos muertos de hambre. Pero aquí en casa…
Le abrazo fuerte. Recuerdo cuando éramos niños y jugábamos en el parque del barrio sin preocuparnos por nada. Ahora todo es dinero, apariencias y orgullo.
Los días pasan y las cosas empeoran. Marta viene a cenar un viernes y la tensión se puede cortar con cuchillo. Mi madre le sirve el vino sin mirarla a los ojos.
—¿Ya habéis decidido cuántos invitados serán por parte de vuestra familia? —pregunta Marta con voz dulce pero firme.
—Depende de lo que podáis pagar —responde mi madre, seca como nunca.
Marta sonríe forzada y mira a Álvaro, que baja la cabeza avergonzado. Yo quiero desaparecer.
Esa noche escucho a mis padres discutir en su habitación. Hablan de cosas viejas: del dinero del piso de Salamanca, de las veces que mi padre llegó tarde por trabajar horas extra, de los sacrificios que nadie agradece. Siento que la boda solo ha sido la chispa que ha encendido todos los resentimientos acumulados durante años.
Un domingo por la tarde, después de otra comida amarga, mi padre me llama al salón.
—Lucía, hija… ¿Tú crees que estamos haciendo lo correcto? —me pregunta con voz rota—. Yo solo quiero que tu hermano sea feliz, pero esto nos está matando.
No sé qué responderle. Yo también quiero que Álvaro sea feliz, pero ¿a qué precio? ¿Vale la pena destrozar una familia por una fiesta?
La semana siguiente recibimos una llamada inesperada: los padres de Marta quieren hablar con los nuestros para «aclarar las cosas». La reunión es un desastre. Se lanzan indirectas sobre quién paga qué, sobre tradiciones y sobre lo que «se espera» en una boda española «de bien».
Al salir de casa de los suegros, mi madre rompe a llorar en el coche. Mi padre conduce en silencio. Álvaro y yo nos miramos sin saber qué decir.
Esa noche, Álvaro entra en mi habitación.
—No puedo más, Lucía —me dice—. Estoy pensando en cancelar todo.
Le abrazo y lloro con él. No sé cómo ayudarle ni cómo salvar lo poco que queda de nuestra familia.
Los días pasan y las heridas se hacen más profundas. Mi madre apenas habla con mi padre; Álvaro duerme fuera casi todas las noches; yo me encierro en mi cuarto para no escuchar los gritos.
Finalmente, una tarde cualquiera, mi hermano reúne el valor para hablar con Marta.
—No puedo seguir así —le dice—. Si para casarnos tenemos que destrozar a nuestras familias, prefiero no hacerlo.
Marta llora y le suplica que no lo deje todo por una pelea familiar. Pero Álvaro está decidido: quiere paz, aunque eso signifique renunciar al gran banquete y a las apariencias.
La noticia cae como una bomba en casa. Mi madre llora desconsolada; mi padre parece aliviado pero triste; yo siento un vacío enorme pero también un extraño alivio.
Pasan semanas antes de que volvamos a sentarnos todos juntos a cenar sin discutir. La boda será pequeña, solo para los más cercanos. No habrá finca ni barra libre ni cientos de invitados. Pero por primera vez en meses, veo a mis padres sonreírse tímidamente al otro lado de la mesa.
A veces me pregunto si todo esto era necesario para sacar a la luz lo que llevábamos años callando. ¿Cuántas familias se rompen por culpa del dinero y las apariencias? ¿De verdad merece la pena sacrificar lo esencial por lo que piensen los demás?