La cabaña de los secretos: cuando la familia se convierte en tu mayor enemigo

—¿De verdad me la das, tía? —pregunté, con las manos temblorosas, mientras sostenía las llaves oxidadas de la cabaña. Carmen sonrió, pero en sus ojos había algo que no supe descifrar entonces.

—Claro, Lucía. Nadie la quiere. Está hecha polvo y a mí ya no me sirve para nada. Haz lo que quieras con ella. No te molestaremos, te lo prometo.

Recuerdo ese día como si fuera ayer. El viento del norte azotaba los manzanos y el olor a humedad impregnaba el aire. La cabaña, perdida entre helechos y ortigas, parecía más un castigo que un regalo. Pero yo necesitaba un refugio, un lugar donde empezar de nuevo tras el divorcio con Diego y la muerte de mi madre. Así que acepté.

Durante meses, trabajé sola. Me levantaba antes del amanecer, con las manos agrietadas por la lejía y la madera podrida. Quité escombros, arreglé el tejado, pinté las paredes con cal blanca y planté hortensias en la entrada. Cada euro que ganaba como profesora suplente lo invertía en ese rincón olvidado de Asturias. A veces, mi primo Álvaro venía a ayudarme, pero siempre se marchaba antes de que anocheciera, como si tuviera miedo de quedarse demasiado tiempo.

—¿No te da miedo estar aquí sola? —me preguntó una tarde, mientras clavábamos una viga nueva.

—No —mentí—. Aquí me siento libre.

La verdad era que las noches eran largas y frías, y los recuerdos pesaban más que el silencio. Pero poco a poco, la cabaña fue transformándose. El día que encendí la chimenea por primera vez y vi cómo bailaban las llamas sobre las piedras limpias, sentí que por fin tenía un hogar.

Pasaron dos años. La cabaña se llenó de vida: amigos que venían a cenar, risas en el porche, tardes de lluvia leyendo junto a la ventana. Incluso empecé a escribir un diario, algo que no hacía desde niña. Pensé que por fin había encontrado mi sitio en el mundo.

Hasta que una tarde de septiembre, mientras recogía manzanas en el huerto, vi llegar a Carmen y a mi primo Álvaro en su coche nuevo. Bajaron sin saludar y se quedaron mirando la casa como si fuera un museo.

—Vaya cambio —dijo Carmen, recorriendo con la mirada las ventanas nuevas y el jardín florecido—. No parece la misma.

—¿A qué habéis venido? —pregunté, sintiendo un nudo en el estómago.

Álvaro evitó mi mirada. Carmen se aclaró la garganta.

—Verás, Lucía… Hemos estado hablando con el abogado de la familia. Resulta que la cabaña sigue estando a nombre de mis padres. Y ahora que está tan bonita… Bueno, creemos que lo justo es que vuelva a ser parte del patrimonio familiar.

Me quedé helada. Sentí cómo se me rompía algo por dentro.

—¿Me estáis diciendo que después de todo lo que he hecho… queréis quitármela?

—No es eso —dijo Álvaro, bajando la voz—. Es solo que ahora vale mucho más y…

—¡Y os habéis dado cuenta tarde! —grité, incapaz de contener las lágrimas—. ¡Me prometisteis que era mía! ¡Que nadie me molestaría!

Carmen suspiró.

—Las cosas cambian, Lucía. Podemos llegar a un acuerdo. Si quieres quedártela, tendrás que pagar una parte del valor actual.

Me temblaban las piernas. Todo mi esfuerzo, cada noche sin dormir, cada euro gastado… ¿Para esto?

Esa noche no pude dormir. Llamé a mi amiga Marta para desahogarme.

—No puedes dejar que te hagan esto —me dijo—. Lucha por lo tuyo. ¿Tienes algún papel firmado?

Busqué entre mis cosas: solo tenía un mensaje de WhatsApp de Carmen diciendo «Haz lo que quieras con la cabaña». Nada legalmente vinculante.

Los días siguientes fueron una pesadilla. Carmen empezó a venir cada semana con diferentes excusas: revisar el tejado, ver si había humedad en las paredes… Álvaro dejó de contestar mis mensajes. El resto de la familia murmuraba a mis espaldas; algunos decían que yo me había aprovechado de la generosidad de Carmen, otros me animaban a resistir.

Intenté negociar: les ofrecí pagarles una pequeña cantidad por los derechos de la cabaña, pero se negaron. Querían mucho más de lo que podía permitirme.

Una tarde lluviosa, Carmen apareció con un notario y me entregó una carta formal: debía abandonar la cabaña en treinta días o enfrentarme a un proceso judicial.

Me senté en el suelo del salón, rodeada de cajas medio llenas y fotos arrancadas de las paredes. Lloré hasta quedarme sin fuerzas. ¿Cómo podía mi propia familia hacerme esto? ¿Por qué el dinero era más importante que los recuerdos?

El pueblo empezó a hablar. Algunos vecinos me miraban con lástima; otros cruzaban la calle para no saludarme. Me sentí sola como nunca antes.

El último día antes de marcharme, recorrí cada rincón de la cabaña: toqué las vigas que había colocado con mis propias manos, olí las hortensias mojadas por el rocío y me senté junto al fuego por última vez.

Antes de cerrar la puerta, dejé una nota sobre la mesa:

«Esta casa fue mi hogar porque le di mi vida y mi amor. Ojalá algún día entendáis lo que habéis perdido por culpa de vuestra avaricia».

Ahora vivo en Gijón, en un piso pequeño pero mío. A veces sueño con la cabaña y me despierto llorando. No sé si algún día podré perdonarles o perdonarme por haber confiado tanto.

¿De verdad merece la pena perderlo todo por dinero? ¿Hasta dónde puede llegar una familia por una herencia? ¿Y vosotros? ¿Qué haríais si os encontraseis en mi lugar?