La caída de mi madre: La noche en que entendí mi soledad
—¡Lucía, ven rápido! Mamá se ha caído en el baño y no puede levantarse. No sé qué hacer… —La voz de mi hermana Marta temblaba al otro lado del teléfono, y sentí cómo el corazón se me encogía en el pecho.
Eran las once y media de la noche. Estaba terminando de corregir unos exámenes cuando recibí la llamada. Vivimos en Madrid, pero mi madre sigue en el piso familiar de Salamanca. Marta, que vive a dos calles de ella, había ido a llevarle la compra y la encontró tirada en el suelo, con la mirada perdida y las manos temblorosas. «No me puedo mover, hija», le susurró mi madre, y esas palabras me persiguen desde entonces.
Cogí el primer tren de madrugada. El vagón estaba casi vacío, y durante el trayecto no dejé de preguntarme cómo habíamos llegado hasta aquí. ¿En qué momento mi madre, la mujer fuerte que sacó adelante a dos hijas sola tras la muerte de mi padre, se convirtió en alguien tan frágil? ¿Por qué no vi antes las señales?
Al llegar al hospital, Marta me esperaba en la sala de urgencias. Tenía los ojos hinchados de tanto llorar. Nos abrazamos sin decir palabra. Dentro, mi madre estaba tumbada en una camilla, con una manta gris cubriéndole las piernas. Cuando me vio, sonrió débilmente:
—Ay, Lucía… siempre tan lejos, hija.
Sentí una punzada de culpa. Desde que conseguí trabajo fijo como profesora en Madrid, solo bajo a Salamanca un par de veces al mes. Marta siempre ha estado más cerca, pero también más sola con todo esto. Me senté junto a la cama y le cogí la mano.
—Mamá, ¿cómo te encuentras?
—Me duele todo… pero más me duele que os preocupéis por mí —susurró.
El médico entró poco después. Fractura leve en la cadera, reposo absoluto durante semanas. «Va a necesitar ayuda para todo», nos advirtió. Miré a Marta y vi el miedo en sus ojos. Sabíamos lo que eso significaba: turnos para cuidarla, discusiones sobre quién puede quedarse más tiempo, reproches velados por no hacer suficiente.
Esa noche dormimos las dos en el sofá del hospital. O fingimos dormir. Yo repasaba mentalmente los horarios del trabajo, las clases que tendría que cancelar, las promesas hechas a mis alumnos. Pensaba también en mi hija pequeña, Paula, que se quedaba con su padre en Madrid. ¿Cómo repartirnos? ¿Cómo no fallar a nadie?
A las cinco de la mañana, Marta rompió el silencio:
—No puedo más, Lucía. Estoy agotada. Siempre soy yo la que está aquí…
—Lo sé —le respondí bajito—. Pero tampoco puedo dejarlo todo y venirme a Salamanca.
—¿Y qué hacemos entonces? ¿La llevamos a una residencia? ¿Eso es lo que querría mamá?
La palabra «residencia» flotó entre nosotras como una amenaza. En nuestra familia siempre ha sido un tabú. Mi madre cuidó de mi abuela hasta el final en casa, renunciando a todo por ella. ¿Seríamos nosotras capaces de hacer lo mismo?
Al amanecer, cuando por fin nos dejaron entrar a verla otra vez, mi madre tenía los ojos abiertos y miraba al techo.
—No quiero ser una carga para vosotras —dijo sin mirarnos.
Me mordí los labios para no llorar. Recordé todas las veces que ella me consoló de niña cuando tenía miedo o pesadillas. Ahora era yo quien debía protegerla… pero no sabía cómo.
Los días siguientes fueron un torbellino de médicos, papeles y discusiones familiares. Mi tío Antonio llamó desde Barcelona para decirnos lo que debíamos hacer —como siempre— pero sin ofrecerse a venir ni un solo día. Mi prima Elena opinaba desde su WhatsApp: «Hay ayudas de la Junta para estas cosas». Pero nadie quería asumir el peso real.
Marta y yo nos turnábamos para dormir en casa de mamá. Cada noche era un suplicio: levantarla para ir al baño, cambiarle el pañal si no llegábamos a tiempo, escuchar sus lamentos ahogados por el dolor y la vergüenza.
Una tarde, mientras le daba la merienda sentada en su sillón favorito junto a la ventana, mi madre me miró fijamente:
—¿Te acuerdas cuando te caíste de la bici y te rompiste el brazo? No dormí en toda la noche pensando si te dolería mucho…
Asentí sin poder hablar.
—Ahora eres tú quien no duerme por mí —dijo con una sonrisa triste—. Así es la vida.
Me sentí tan pequeña… Tan sola ante todo esto.
Las semanas pasaron y la tensión entre Marta y yo crecía. Un día discutimos a gritos en la cocina:
—¡Tú tienes tu vida hecha en Madrid! ¡Siempre soy yo la que da la cara aquí!
—¡No es justo! ¡Yo también tengo responsabilidades! ¡No puedo dejarlo todo!
Mi madre nos escuchaba desde su habitación y lloraba en silencio. Aquella noche me senté junto a ella y le pedí perdón.
—No quiero que discutáis por mí —susurró—. Si queréis llevarme a una residencia… hacedlo. Pero no os peleéis más.
Me rompí por dentro. ¿Cómo elegir entre cuidar a quien te dio la vida o proteger tu propia familia? ¿Dónde está el límite entre el amor y el sacrificio?
Al final encontramos una solución temporal: una cuidadora por las mañanas y turnos entre Marta y yo por las tardes y noches. Pero sé que esto solo es un parche; el miedo sigue ahí, acechando cada vez que suena el teléfono tarde por la noche.
Ahora escribo esto desde mi piso en Madrid, con el corazón dividido entre dos ciudades y dos familias. Sigo preguntándome si hago lo suficiente, si algún día podré perdonarme por no estar siempre donde debería.
¿Hasta dónde llega nuestra responsabilidad hacia quienes nos criaron? ¿Cuántas veces podemos rompernos antes de aceptar que también somos humanas?