La carta de Lucía: Un deseo de Navidad que cambió mi vida

—¿Por qué siempre tengo que ser yo la que se quede callada? —grité, apretando el papel arrugado entre mis manos. La voz de Carmen resonó desde la cocina, cansada, como si cada palabra le pesara—: Lucía, por favor, no empieces otra vez. Es Nochebuena.

Me senté en el suelo del pasillo, con la carta a los Reyes Magos temblando en mis dedos. Afuera, la lluvia golpeaba los cristales del piso en Vallecas, y el olor a sopa de pescado llenaba el aire. No era mi casa. No era mi familia. Pero era lo único que tenía desde hacía seis meses, cuando los servicios sociales me trajeron aquí después de que mi madre biológica desapareciera una vez más.

En la carta pedía tres cosas: un oso de peluche, unas zapatillas blancas y una familia para siempre. Lo escribí con la letra pequeña y torcida que me sale cuando intento no llorar. Sabía que los Reyes Magos no existen, pero necesitaba creer que alguien —quien fuera— podía escucharme.

Esa noche, mientras Carmen y Álvaro discutían bajito en el salón sobre si yo debía cenar con ellos o en mi cuarto, me metí bajo las mantas y apreté la carta contra el pecho. Recordé a mi madre diciéndome que pronto volvería por mí. Recordé las noches en el centro de menores, el miedo a que nadie me quisiera nunca.

A la mañana siguiente, encontré a Carmen sentada en la mesa del desayuno con mi carta abierta delante de ella. Sus ojos estaban rojos. Álvaro me miró como si acabara de descubrir algo terrible y hermoso a la vez.

—¿Esto es lo que quieres? —preguntó Carmen, señalando la última línea.

No pude hablar. Solo asentí, sintiendo cómo se me encogía el corazón.

—Lucía —dijo Álvaro—, ¿sabes que te queremos mucho?

Me encogí de hombros. Había escuchado esas palabras antes, pero siempre acababan marchándose todos.

Durante días, el ambiente en casa fue raro. Carmen me abrazaba más fuerte al despedirme para ir al colegio. Álvaro me preguntaba si quería ayudarle a cocinar. Pero yo seguía sintiéndome una extraña en su mundo perfecto de fotos familiares y domingos de paella.

Una tarde, mientras hacía los deberes en la mesa del salón, escuché a Carmen hablando por teléfono en voz baja:

—Sí, lo hemos decidido… Queremos adoptarla… Sí, sabemos lo que implica… No, no es solo por Navidad…

Mi corazón latía tan fuerte que pensé que se me iba a salir del pecho. ¿De verdad querían quedarse conmigo? ¿O era solo otra promesa vacía?

Esa noche no pude dormir. Me levanté y fui al cuarto de Carmen y Álvaro. Estaban despiertos, hablando en susurros.

—¿Puedo dormir con vosotros? —pregunté, sintiéndome pequeña y vulnerable.

Carmen abrió los brazos y me acurruqué entre ellos. Por primera vez en mucho tiempo, sentí calor de verdad.

Pasaron semanas llenas de papeles, visitas de trabajadoras sociales y preguntas incómodas sobre mi pasado. A veces me enfadaba y gritaba sin motivo. Otras veces lloraba porque tenía miedo de que cambiaran de opinión.

Un día, en medio de una discusión porque no quería ir al colegio, le grité a Carmen:

—¡No soy tu hija! ¡Nunca lo seré!

Ella se quedó quieta, con lágrimas en los ojos.

—No tienes que serlo —susurró—. Solo quiero que seas tú misma y que sepas que aquí tienes un hogar.

Me sentí tan culpable que estuve días sin hablarle. Pero ella seguía ahí: preparándome el desayuno, esperándome a la salida del colegio, leyéndome cuentos por las noches.

El día que firmaron los papeles de adopción fue gris y lluvioso. En el juzgado, Álvaro me cogió la mano y Carmen me sonrió con esa mezcla de nerviosismo y ternura que solo ella tiene.

—A partir de hoy —dijo el juez— sois oficialmente una familia.

No entendí lo que sentí en ese momento. Era como si todo el dolor y la soledad se derritieran un poco dentro de mí. Lloré tanto que Carmen tuvo que secarme las lágrimas con su bufanda.

Esa noche, debajo del árbol de Navidad, encontré un oso de peluche enorme y unas zapatillas blancas relucientes. Pero lo mejor fue cuando Carmen me abrazó y susurró:

—Feliz Navidad, hija mía.

Ahora escribo esto desde mi cuarto —mi cuarto— decorado con fotos nuestras y dibujos pegados en la pared. Todavía tengo miedo a veces: miedo a perderlos, miedo a no ser suficiente. Pero cada vez que Carmen me sonríe o Álvaro me pide ayuda para cocinar la cena del domingo, siento que quizá sí merezco este milagro.

¿De verdad es posible empezar de nuevo? ¿Cuántos niños como yo siguen esperando una familia? Ojalá mi historia sirva para que alguien más crea en los milagros.