La casa que nos separó: El precio de una madre en soledad
—¿De verdad prefieres quedarte sola en esa casa enorme antes que ayudarnos a empezar nuestra vida juntos?—. La voz de Lucía retumbó en el salón, tan fría y calculadora como siempre. Mi hijo, Álvaro, la miraba buscando aprobación, como si cada palabra que ella pronunciaba fuera una sentencia. Yo, sentada en el sillón donde tantas veces le leí cuentos de pequeño, sentí cómo el aire se volvía denso, irrespirable.
No era la primera vez que discutíamos por la casa. Desde que mi marido, Antonio, falleció hace tres años, esa casa en Vallecas se había convertido en mi refugio y mi condena. Era grande, sí, pero cada rincón guardaba recuerdos: las risas de Álvaro corriendo por el pasillo, los domingos de paella en familia, las noches de invierno junto a la chimenea. ¿Cómo podía desprenderme de todo eso?
Pero Lucía tenía otros planes. Su piso en Carabanchel era pequeño y oscuro. Soñaba con mudarse a una casa más grande, con jardín, para criar a los hijos que aún no llegaban. Y para ella, la solución era sencilla: yo debía mudarme a su piso y dejarles mi casa. Así de fácil. Así de cruel.
—Mamá, no es para tanto—, intervino Álvaro, con esa voz temblorosa que usaba cuando sabía que estaba haciendo algo mal pero no quería admitirlo. —Lucía tiene razón. Tú estarías más cómoda en nuestro piso. Es más pequeño, menos trabajo para ti. Y nosotros podríamos aprovechar la casa…
—¿Aprovechar?—. No pude evitar que mi voz sonara rota. —Esa casa es tuya también, Álvaro. Pero no puedo dejarla así como así. No puedo…
Lucía bufó y se levantó del sofá. —Siempre igual. Solo piensas en ti. Nunca has querido nuestra felicidad.
Me quedé sola en el salón cuando se marcharon dando un portazo. El eco resonó en las paredes como una bofetada.
Esa noche apenas dormí. Me levanté varias veces a mirar las fotos familiares: Álvaro con su uniforme del colegio, Antonio abrazándome en la playa de Benidorm, los tres juntos en la boda de mi hijo… ¿En qué momento se había roto todo?
Al día siguiente, mi vecina Carmen vino a tomar café. Le conté lo sucedido entre lágrimas.
—No te dejes manipular, Rosario—me dijo con firmeza—. Esa chica no te quiere bien. Tu hijo está cegado.
Pero ¿y si Carmen se equivocaba? ¿Y si realmente estaba siendo egoísta? ¿No era normal que los hijos quisieran progresar? ¿No era eso lo que siempre había querido para Álvaro?
Pasaron los días y las llamadas de mi hijo se hicieron menos frecuentes. Cuando por fin vino a verme, ya no era el mismo muchacho dulce que yo recordaba.
—Mamá, Lucía está embarazada—me soltó sin mirarme a los ojos—. Necesitamos espacio. Si no quieres cambiarte de casa… bueno, tendremos que buscar otra solución.
Sentí un nudo en el estómago. Iban a tener un hijo y yo ni siquiera sabía cómo felicitarle.
—Álvaro… Yo solo quiero lo mejor para ti. Pero esa casa… es todo lo que me queda de tu padre y de ti.
Él suspiró y se levantó bruscamente.
—Siempre igual. Nunca piensas en los demás.
Me quedé sola otra vez. Empecé a notar cómo los vecinos me miraban con lástima cuando salía a comprar el pan. En el mercado, las amigas de toda la vida cuchicheaban a mis espaldas: «La pobre Rosario, su nuera la tiene frita».
Una tarde recibí una carta certificada: Álvaro me pedía formalmente que considerara el intercambio de casas «por el bien de la familia». Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo. ¿Cómo podía mi propio hijo tratarme como a una extraña?
Empecé a dudar de todo: ¿Había sido demasiado protectora? ¿Había consentido demasiado? Recordé las veces que le defendí ante Antonio cuando suspendía un examen o llegaba tarde a casa. Siempre quise ser una madre comprensiva, pero ahora me sentía traicionada.
Una noche llamé a mi hermana Pilar.
—Rosario, tienes derecho a tu casa y a tus recuerdos—me dijo—. No te dejes chantajear por nadie.
Pero el dolor seguía ahí, clavado como una espina.
El día del nacimiento de mi nieto, Lucía no me avisó. Me enteré por una foto en Instagram: Álvaro sonreía con el bebé en brazos y Lucía escribía: «Nuestra familia al fin completa». Ni una mención para mí.
Lloré toda la noche abrazada al jersey viejo de Antonio. Sentí que lo había perdido todo: marido, hijo y ahora nieto.
Pasaron semanas sin noticias hasta que un día Álvaro apareció en la puerta.
—Mamá…—dijo con voz cansada—. Lucía quiere divorciarse. Dice que nunca debimos casarnos.
Le abracé sin decir nada. Por primera vez en mucho tiempo sentí que recuperaba a mi hijo, aunque fuera roto y perdido.
Ahora la casa está más vacía que nunca, pero al menos Álvaro viene a verme cada semana con el niño. A veces jugamos en el jardín y me cuenta sus problemas. Ya no hablamos del intercambio de casas ni de Lucía.
A veces me pregunto si hice bien resistiéndome o si debí ceder antes de perderlo todo… ¿Hasta dónde debe llegar una madre por amor? ¿Qué haríais vosotros en mi lugar?