La casa que nunca fue mía: sacrificios, distancia y un regreso amargo

—¿Por qué no me abrís la puerta? —grité, con los nudillos enrojecidos de tanto golpear el portón de la casa que yo mismo había comprado para mis hijos en Vallecas. Era una tarde de enero, el cielo plomizo y la humedad calando hasta los huesos. Nadie contestó. Solo escuchaba el eco de mis propios golpes y, detrás de la ventana, la silueta de mi hija Lucía, que se apartaba rápidamente, como si mi presencia le quemara.

Me llamo Manuel García y tengo sesenta y dos años. Durante más de treinta años trabajé en Francia y Alemania, primero recogiendo uva en Burdeos, luego como peón en una fábrica de Stuttgart. Todo lo hice pensando en mis hijos, Lucía y Álvaro. Les mandaba dinero cada mes, les compré ropa, pagué sus estudios y, cuando pude, les compré esta casa. Mi mujer, Carmen, se quedó en Madrid con ellos. Yo era el padre ausente, el que llamaba por teléfono los domingos y prometía volver pronto.

Recuerdo la última vez que vi a Lucía antes de irme por segunda vez a Alemania. Tenía nueve años y me abrazó fuerte en la estación de Atocha. “Papá, ¿cuándo vuelves?” “Pronto, hija”, mentí. No sabía que ese pronto serían casi veinte años.

Cuando por fin regresé a Madrid, después de jubilarme y con las manos llenas de regalos y la cabeza llena de sueños, esperaba un recibimiento cálido. Pero encontré distancia. Carmen ya no era la mujer que recordaba; sus ojos estaban cansados y su voz era fría. Mis hijos eran adultos con vidas propias. Lucía apenas me miraba a los ojos y Álvaro siempre tenía prisa.

—Papá, no puedes venir así sin avisar —me dijo Lucía una tarde, cuando logré entrar al portal porque un vecino me abrió.
—¿Sin avisar? ¡Es mi casa! —le respondí, sintiendo cómo la rabia me subía por la garganta.
—Ahora vivimos aquí nosotros. Tú tienes tu piso en Alcorcón —me contestó ella, bajando la voz para que no la oyeran los vecinos.

No entendía nada. ¿Cómo podía ser que después de tantos años de sacrificio, de enviar cada euro que ganaba fuera, ahora me sintiera un extraño en mi propia familia?

Las semanas pasaron y la situación no mejoró. Álvaro apenas me respondía los mensajes. Carmen me evitaba. Solo mi nieta pequeña, Paula, me sonreía cuando iba al parque y me veía sentado solo en un banco.

Una tarde lluviosa decidí enfrentar a Carmen. Nos sentamos en la cocina de su piso pequeño, donde el olor a café era lo único familiar.

—¿Qué ha pasado con nuestros hijos? —le pregunté.
—No lo sé, Manuel. Tú te fuiste. Yo tuve que criarlos sola. Ahora eres un desconocido para ellos —me dijo sin mirarme a los ojos.

Sentí una punzada en el pecho. ¿Era eso cierto? ¿Había perdido a mis hijos por intentar darles lo mejor?

Un día recibí una llamada de Lucía.
—Papá, necesitamos hablar —dijo con voz tensa.
Nos vimos en una cafetería cerca del Retiro. Ella llegó tarde y se sentó frente a mí sin quitarse el abrigo.
—Mira, papá… Agradecemos todo lo que hiciste por nosotros. Pero no puedes venir ahora y pretender que todo sea como antes. No te conocemos —me soltó de golpe.
—¿No me conocéis? ¡Soy vuestro padre! —dije casi suplicando.
—Sí, pero no estuviste aquí cuando te necesitábamos —me respondió ella, con lágrimas contenidas.

Me quedé sin palabras. Recordé todas las noches solo en una pensión barata de Lyon, pensando en ellos. Todos los cumpleaños perdidos, las Navidades trabajando horas extra para poder mandarles algo más de dinero.

Salí de la cafetería bajo la lluvia y caminé sin rumbo por Madrid. Vi familias riendo juntas en las terrazas, padres jugando con sus hijos en los parques. Sentí una soledad tan profunda que me dolió físicamente.

Intenté acercarme a Álvaro también. Le invité a cenar a mi piso de Alcorcón.
—Papá, yo tengo mi vida —me dijo mientras miraba el móvil—. No sé qué esperas ahora.
—Solo quiero estar cerca de vosotros…
—Eso debiste pensarlo antes —me cortó él.

Esa noche lloré como un niño. Me di cuenta de que había perdido algo irrecuperable: el tiempo compartido.

Pasaron los meses y cada vez era más evidente que yo era un invitado incómodo en sus vidas. La casa que compré seguía siendo suya, pero yo no tenía llave ni lugar allí. A veces me sentaba frente al portal solo para ver si salían o entraban, esperando un saludo o una mirada cómplice. Nada.

Un día Paula se acercó corriendo al parque donde yo estaba sentado.
—Abuelo, ¿por qué no vienes más a casa?
La abracé fuerte y le respondí:
—A veces las casas no son para todos, cariño.

Ahora paso los días recordando todo lo que hice por ellos y preguntándome si valió la pena tanto sacrificio a cambio de esta soledad amarga. ¿Cuántos padres hay como yo en España? ¿Cuántos sacrifican todo por sus hijos y luego descubren que el amor no se compra ni se hereda?

¿De verdad merece la pena perderse la vida por darlo todo? ¿Qué haríais vosotros si estuvierais en mi lugar?