La casa vacía: Confesiones de un marido traicionado
—¡No me mires así, Lucía! —gritó Álvaro, con los ojos inyectados en rabia y las manos temblorosas mientras lanzaba la maleta al suelo polvoriento del salón—. ¡Tú te lo has buscado!
El trueno retumbó tan fuerte que pensé que la casa se vendría abajo. Mi hijo, Mateo, se aferró a mi pierna, su carita pálida y los ojos abiertos como platos. Yo no podía moverme. Sentía el corazón golpeando en mi pecho como si quisiera escapar de mi cuerpo.
—Por favor, Álvaro… —susurré, apenas audible—. No nos dejes aquí. No así.
Pero él ya no escuchaba. Salió dando un portazo, dejando tras de sí el olor a humedad y a promesas rotas. La lluvia golpeaba los cristales rotos de la ventana. Me quedé allí, paralizada, mientras Mateo sollozaba en silencio.
Nunca fui una mujer rebelde. Desde pequeña aprendí a obedecer. Mi madre, Carmen, era una mujer dura, de esas que creen que el sacrificio es virtud. Mi padre, Antonio, apenas hablaba; su autoridad era silenciosa pero absoluta. Cuando terminé el instituto en nuestro barrio de Vallecas, mi madre insistió en que estudiara Magisterio en la Complutense. “Así tendrás un trabajo seguro”, repetía una y otra vez.
Pero yo soñaba con escribir. Me pasaba las noches leyendo a Lorca y escribiendo poemas en servilletas robadas del bar de la esquina. Nadie lo sabía. Nadie lo habría entendido.
Conocí a Álvaro en la universidad. Era carismático, divertido, el alma de todas las fiestas. Me enamoré de su risa fácil y su manera de mirarme como si yo fuera la única persona en el mundo. Nos casamos jóvenes, demasiado jóvenes quizá. Pronto llegó Mateo y con él la rutina: trabajo precario, alquileres imposibles, facturas acumulándose en la nevera.
La casa donde vivíamos era herencia de mi abuela: vieja, húmeda, con goteras y paredes desconchadas. Pero era nuestra. O eso creía yo.
Las discusiones empezaron poco después de que Álvaro perdiera su empleo en la fábrica de Leganés. “No sirvo para esto”, decía mientras apuraba otra cerveza barata frente al televisor. Yo trabajaba por horas limpiando casas ajenas y cuidando ancianos en el barrio. El dinero nunca alcanzaba.
Una noche encontré mensajes en su móvil. Mensajes de otra mujer: Beatriz. Una compañera del gimnasio donde él intentaba matar el tiempo y la frustración. Sentí cómo se me rompía algo dentro, pero no dije nada. ¿Para qué? Pensé que si aguantaba, si era paciente y comprensiva como me enseñaron, todo volvería a ser como antes.
Pero no fue así.
Esa noche de tormenta fue el final. Álvaro gritó cosas horribles: que yo era una fracasada, que le había arruinado la vida, que Mateo ni siquiera parecía su hijo (eso dolió más que cualquier golpe). Y luego se fue.
Los días siguientes fueron un infierno silencioso. Mi madre vino a vernos y lo primero que hizo fue recriminarme:
—¿Ves lo que pasa por no cuidar a tu marido? Las mujeres tenemos que saber mantener la familia unida.
No respondí. Solo asentí con la cabeza mientras sentía cómo la rabia me quemaba por dentro.
Mateo dejó de hablarme durante semanas. Se encerraba en su habitación y dibujaba monstruos en las paredes desconchadas. Yo limpiaba compulsivamente, como si pudiera borrar el dolor frotando los azulejos del baño.
Una tarde, mientras recogía los restos de una cena fría, escuché un ruido extraño en el pasillo. Salí corriendo y encontré a Mateo intentando abrir la puerta principal con una llave vieja.
—¿A dónde vas? —le pregunté, con la voz rota.
—A buscar a papá —respondió sin mirarme—. Quiero que vuelva.
Me arrodillé junto a él y lo abracé tan fuerte que pensé que lo rompería. Lloramos juntos durante horas.
Pasaron los meses y aprendí a sobrevivir con poco: arroz barato del supermercado chino, ropa heredada de los primos mayores, ayuda de los vecinos del bloque. Empecé a escribir otra vez, esta vez para mí misma, llenando cuadernos con historias tristes y finales abiertos.
Un día recibí una carta certificada: Álvaro reclamaba la casa para venderla y saldar sus deudas. No podía creerlo. ¿Cómo podía ser tan cruel? Fui al despacho del abogado del barrio, don Julián, un hombre mayor con gafas gruesas y voz pausada.
—Lucía —me dijo—, tienes derechos sobre esa casa. No te dejes intimidar.
Por primera vez sentí una chispa de esperanza. Luché por lo mío: fui al juzgado, hablé con asistentes sociales, pedí ayuda donde nunca antes me habría atrevido.
La batalla legal duró casi un año. Durante ese tiempo descubrí fuerzas que no sabía que tenía. Aprendí a decir “no”, a poner límites incluso a mi propia madre cuando intentaba imponerme su visión del mundo.
Finalmente gané el juicio: la casa sería para Mateo y para mí. No era mucho, pero era nuestro refugio.
A veces Álvaro llama borracho desde algún bar perdido de Carabanchel pidiendo perdón o dinero. Ya no tiemblo al escuchar su voz; solo siento lástima.
Hoy Mateo ha vuelto a sonreír. Yo sigo escribiendo por las noches mientras él duerme abrazado a su peluche favorito. La casa sigue vieja y húmeda, pero ahora está llena de palabras nuevas y sueños pequeños.
Me pregunto si alguna vez podré perdonar del todo a Álvaro… o a mí misma por haber permitido tanto dolor durante tanto tiempo.
¿Hasta qué punto somos responsables de nuestra propia felicidad? ¿Cuántas veces hay que romperse para poder empezar de nuevo?