La casa vacía de mamá: Ecos de un amor silenciado
—¿Por qué no me llaman? —me pregunté en voz alta, mientras el reloj marcaba las seis y media, la hora en que antes llegaban mis hijos del colegio y la casa se llenaba de gritos, risas y discusiones por quién iba a lavar los platos. Ahora, sólo el eco de mi voz respondía, rebotando en las paredes frías de la sala.
Me llamo María Guadalupe, pero todos me dicen Lupita. Nací en un pueblito de Jalisco y hace más de cuarenta años llegué a Guadalajara con mi esposo, Julián, buscando un futuro mejor para nuestros hijos. Trabajé toda mi vida como maestra en una primaria pública. Mi mayor orgullo siempre fueron mis hijos: Ana Sofía, la mayor, tan estudiosa y responsable; Diego, el del medio, rebelde pero noble; y Valeria, mi niña risueña que siempre me abrazaba fuerte antes de dormir.
Hoy la casa está vacía. Julián murió hace cinco años, un infarto fulminante mientras regaba las plantas. Desde entonces, mis hijos se fueron alejando poco a poco. Ana Sofía vive en Monterrey con su esposo y sus dos hijos; Diego se fue a Tijuana a buscar trabajo y nunca volvió; Valeria… ella está aquí en Guadalajara, pero siempre ocupada, siempre con prisa.
—Mamá, no puedo ir hoy, tengo junta —me dice Valeria cada vez que la llamo—. Te marco luego, ¿sí?
Ese “luego” puede ser una semana o un mes. A veces me siento ridícula esperando junto al teléfono, como si fuera una quinceañera esperando que la inviten al baile. Pero soy su madre. ¿No merezco aunque sea una llamada?
Hoy es domingo. Preparé mole como antes, cuando todos venían a comer. Cociné demasiado por costumbre, aunque sabía que nadie vendría. Me senté sola en la mesa, mirando los platos vacíos frente a mí. Recordé cuando Ana Sofía se quejaba del picante, cuando Diego mojaba el pan en la salsa y Valeria me pedía más arroz.
—¿En qué fallé? —me pregunté mientras recogía los platos intactos.
A veces pienso que los quise demasiado. Que los protegí tanto que ahora creen que pueden vivir sin mí. Otras veces me culpo por no haber sido más dura, por no haberles enseñado a valorar lo que tienen. ¿Será que el amor de madre se da por sentado?
El vecino, Don Ernesto, pasa todas las tardes a jugar dominó conmigo. Él también está solo; su hija vive en Los Ángeles y sólo le manda dinero cada mes. “Al menos te llaman”, le digo yo. Él se encoge de hombros:
—Los hijos son así ahora, Lupita. Tienen su vida.
Pero yo no quiero resignarme. No quiero ser sólo un recuerdo bonito en sus mentes ocupadas.
Una tarde de lluvia, decidí escribirles una carta a cada uno. No un mensaje de WhatsApp ni un correo electrónico: una carta escrita a mano, como las que mandaba mi mamá desde el rancho cuando yo era joven.
“Ana Sofía: Me acuerdo cuando te caíste de la bicicleta y lloraste toda la tarde. Yo te curé la rodilla y te prometí que siempre estaría para ti. ¿Te acuerdas? Ahora soy yo quien necesita que estés para mí.”
A Diego le escribí: “Hijo, extraño tus bromas y tus historias locas. Sé que tienes tus problemas allá lejos, pero aquí siempre tendrás tu casa.”
A Valeria: “Mi niña, sé que eres fuerte y valiente, pero no olvides que tu mamá también necesita un abrazo de vez en cuando.”
Llevé las cartas al correo con manos temblorosas. Sentí vergüenza al principio; ¿qué iban a pensar mis hijos? ¿Que estoy loca? ¿Que soy una vieja necesitada? Pero más fuerte fue el deseo de romper el silencio.
Pasaron días sin respuesta. La ansiedad me carcomía por dentro. Una noche soñé con Julián; estaba sentado en la mesa del comedor, sonriendo como antes.
—No estás sola —me dijo—. Ellos volverán.
Desperté llorando.
El lunes siguiente sonó el teléfono fijo. Era Ana Sofía.
—Mamá… recibí tu carta —su voz temblaba—. Perdóname por no llamarte más seguido. Es que… entre los niños y el trabajo…
No la dejé terminar.
—No importa, hija. Sólo quería saber de ti.
Esa noche hablamos casi dos horas. Me contó de sus hijos, de su esposo, de sus miedos y cansancios. Me sentí viva otra vez.
Al día siguiente llegó Diego sin avisar. Traía una mochila vieja y los ojos cansados.
—Ma’, vine a verte —me dijo abrazándome fuerte—. No sabía cuánto te extrañaba hasta que leí tu carta.
Lloramos juntos en la cocina mientras calentaba tortillas.
Valeria tardó más en responder. Llegó una tarde cualquiera, con cara seria y el celular pegado a la oreja.
—Mamá, sólo paso rápido… —empezó a decir.
Le quité el teléfono suavemente y la abracé sin soltarla.
—No tienes que decir nada —le susurré—. Sólo quédate un ratito conmigo.
Se quedó más de lo esperado. Comimos pan dulce con café y hablamos de todo y nada.
Desde entonces no todo es perfecto; mis hijos siguen ocupados, siguen lejos muchas veces. Pero ahora sé que mi amor no fue en vano. Que a veces sólo hace falta recordarles que aquí está su madre esperando con los brazos abiertos.
A veces me siento tonta por haber dudado del amor de mis hijos. Pero también entiendo que la vida moderna nos arrastra y nos separa sin quererlo.
Me pregunto: ¿Cuántas madres como yo esperan una llamada o una visita? ¿Cuántos hijos se dan cuenta del vacío que dejan atrás?
¿Y tú? ¿Hace cuánto no llamas a tu mamá?