La decisión de Carmen: Cuando la familia se tambalea por una herencia anticipada

—¿Y si os digo que he decidido vender la casa? —La voz de Carmen retumba en el salón, cortando el aire como un cuchillo. Mi taza de café tiembla en mis manos. Mi marido, Luis, se queda petrificado en el sofá, con la mirada perdida en el suelo de baldosas frías.

No es una tarde cualquiera. Afuera llueve con fuerza sobre Madrid, y dentro de este piso antiguo, la humedad se mezcla con la tensión. Carmen, mi suegra, lleva semanas hablando de su jubilación. Pero nadie esperaba esto: la venta de la casa donde creció Luis, donde celebramos nuestra boda y donde nació nuestra hija, Lucía.

—¿Venderla? —pregunto, intentando que mi voz no suene tan rota como me siento—. ¿Y qué pasará con todos los recuerdos? ¿Con las cosas de papá?

Carmen se encoge de hombros. Su mirada es dura, casi desafiante.

—No puedo seguir manteniendo una casa tan grande yo sola. Y necesito ese dinero para vivir tranquila. ¿O acaso pensáis que me lo gasto en caprichos?

Luis aprieta los puños. Sé que está a punto de explotar, pero se contiene. Siempre ha sido así: callado, prudente, incapaz de enfrentarse a su madre. Yo, en cambio, siento cómo la rabia me sube por dentro.

—¿Y nosotros? —le espeto—. ¿No podríamos quedarnos aquí? Podríamos ayudarte con los gastos…

Carmen niega con la cabeza.

—No quiero depender de nadie. Además, ya sois mayores para buscaros la vida.

La frase me golpea como una bofetada. Hace apenas dos meses que perdí mi trabajo en la gestoría. Luis trabaja en una tienda de electrodomésticos y apenas llegamos a fin de mes. Nuestra hija tiene seis años y aún duerme en una habitación prestada porque nunca pudimos permitirnos un piso propio.

El silencio se hace pesado. Lucía entra corriendo al salón, ajena al drama que se cuece entre adultos.

—Mamá, ¿puedo ver los dibujos?

Le sonrío forzadamente y le acaricio el pelo.

—Claro, cariño. Ve al cuarto de la tele.

Cuando se va, Carmen suspira.

—No quiero discutir más. Ya he hablado con una inmobiliaria. La semana que viene vienen a ver la casa.

Luis se levanta de golpe.

—¿Y qué pasa con mis cosas? ¿Con las fotos de papá? ¿Con los muebles de la abuela?

—Podéis llevaros lo que queráis —responde Carmen sin mirarle a los ojos—. Pero no voy a cambiar de opinión.

Me quedo mirando a Carmen. Siempre he intentado tratarla bien, aunque nunca me lo haya puesto fácil. Desde el principio sentí que me veía como una intrusa, alguien que le robaba a su hijo. Ahora siento que nos está echando a la calle sin remordimientos.

Esa noche, cuando Lucía duerme y Luis fuma en el balcón bajo la lluvia, me acerco a él.

—¿Qué vamos a hacer?

Luis se encoge de hombros.

—No lo sé. No tenemos dinero para alquilar nada decente por aquí. Y no quiero irme lejos del colegio de Lucía.

Le abrazo por detrás. Siento su cuerpo tenso, derrotado.

—Quizá deberíamos hablar con tu hermana —sugiero—. A lo mejor puede ayudarnos…

Luis resopla.

—Marta no va a mover un dedo. Hace años que no viene por aquí y sólo llama cuando necesita algo.

Me muerdo el labio. La familia siempre ha sido complicada: Marta vive en Valencia y apenas mantiene contacto con nosotros; Carmen siempre ha sido orgullosa y distante; Luis y yo hemos tenido nuestras crisis, sobre todo desde que nació Lucía y el dinero empezó a escasear.

Al día siguiente, Marta llama por sorpresa.

—He oído lo de la casa —dice sin rodeos—. Mamá me lo ha contado esta mañana.

—¿Y qué piensas hacer? —le pregunto, cansada de rodeos.

—Nada —responde fría—. Es su casa y puede hacer lo que quiera. Yo ya tengo mi vida montada aquí.

Cuelgo sintiéndome más sola que nunca.

Los días pasan entre cajas y discusiones sordas. Carmen empieza a empaquetar cosas sin consultarnos: tira cartas antiguas, regala libros a los vecinos, vende muebles por Wallapop sin avisar. Luis se encierra cada vez más en sí mismo; yo intento mantenerme fuerte por Lucía, pero cada noche lloro en silencio para no preocuparla.

Una tarde, mientras ayudo a Carmen a vaciar el armario del pasillo, encuentro una caja llena de fotos antiguas: bodas, bautizos, veranos en Benidorm… Me detengo en una imagen donde Luis es un niño y Carmen le abraza sonriente. Me doy cuenta de que ella también está perdiendo algo importante, aunque no quiera admitirlo.

—¿Por qué lo haces? —le pregunto suavemente—. ¿De verdad no te importa dejarlo todo atrás?

Carmen me mira por primera vez con los ojos húmedos.

—No quiero ser una carga para nadie —susurra—. Y tampoco quiero quedarme sola en esta casa llena de fantasmas.

Por un momento siento compasión por ella. Pero enseguida recuerdo que nosotros también somos su familia y que nos está dejando sin hogar.

El día de la visita de la inmobiliaria llega demasiado pronto. Un hombre trajeado recorre las habitaciones tomando notas mientras Carmen le sigue nerviosa. Luis observa desde la puerta con el rostro desencajado; yo intento distraer a Lucía con sus muñecas.

Esa noche cenamos en silencio. Nadie menciona la venta ni el futuro incierto que nos espera.

Al acostarme junto a Luis, le susurro:

—¿Crees que algún día podremos perdonarla?

Él no responde. Yo tampoco sé la respuesta.

A veces me pregunto si las familias están condenadas a romperse cuando el dinero entra en juego… ¿Qué haríais vosotros en mi lugar? ¿Se puede reconstruir una familia después de algo así?