La decisión de Lucía: Herencia, amor y traición en una casa de Madrid
—¿De verdad crees que me lo merezco, abuela? —le pregunté, con la voz temblorosa y el corazón encogido, mientras el aroma a café recién hecho llenaba la cocina. Carmen, mi abuela, me miró por encima de sus gafas de media luna, con esa mezcla de ternura y desconfianza que sólo ella sabía conjugar.
—Lucía, hija, ¿qué te pasa hoy? —respondió, dejando la taza sobre el hule floreado—. Llevas días rara.
No podía evitarlo. Llevaba semanas dándole vueltas a la misma idea: pedirle a mi abuela que pusiera el piso a mi nombre. No era sólo por el dinero o la seguridad; era porque ese piso era mi hogar desde que tenía memoria. Mis padres se separaron cuando yo tenía seis años y fue Carmen quien me recogió en su regazo, quien me enseñó a leer con las novelas de Almudena Grandes y a cocinar croquetas los domingos. Ella fue mi madre cuando la mía no pudo serlo.
Pero ahora, con treinta años y un trabajo precario en una librería del centro, sentía que todo podía venirse abajo en cualquier momento. El alquiler en Madrid era imposible y yo no tenía a dónde ir si algo le pasaba a Carmen. Así que reuní valor y, una tarde lluviosa de marzo, mientras la radio sonaba bajito con las noticias del día, solté la pregunta:
—Abuela, ¿has pensado alguna vez en poner el piso a mi nombre?
El silencio se hizo tan denso que casi podía cortarse con el cuchillo del pan. Carmen me miró fijamente, como si no me reconociera.
—¿Por qué me preguntas eso ahora? —su voz era un susurro afilado.
Sentí un nudo en la garganta. —No es por el dinero, abuela. Es porque… no quiero perder este sitio. Es nuestro hogar.
Ella apartó la mirada y se levantó despacio. Se apoyó en la encimera y suspiró largo. —¿Sabes lo que duele que tu propia nieta piense en herencias antes de que yo me haya ido?
Me sentí como una traidora. Pero también estaba cansada de vivir con miedo al futuro. —No es eso, abuela. Es que… tengo miedo. Si tú faltas, ¿qué va a pasar conmigo? Mamá ni siquiera me llama y tío Antonio sólo aparece por Navidad.
Carmen se giró bruscamente. —¡Antonio! —exclamó—. Ese sí que sabe de herencias…
Y entonces lo entendí todo. Había algo más detrás de su recelo: viejas heridas familiares, promesas rotas y secretos guardados bajo llave.
Esa noche apenas dormí. Escuchaba los pasos lentos de Carmen por el pasillo y recordaba cómo me arropaba de niña, cómo me contaba historias de su juventud en Salamanca, cómo reía cuando le salían mal las natillas. ¿De verdad estaba traicionando todo eso por un papel?
Al día siguiente, al volver del trabajo, encontré a mi tío Antonio sentado en el salón, con su traje barato y su sonrisa falsa.
—Lucía —dijo, levantándose para darme dos besos—. ¿Cómo va todo?
Carmen estaba seria, con los ojos rojos. Antonio me miró como si ya supiera lo que había pasado.
—Tu abuela me ha contado tu propuesta —dijo—. No sé si eres consciente de lo que pides.
Sentí rabia y vergüenza al mismo tiempo. —Sólo quiero asegurarme de que no me echen a la calle si pasa algo.
Antonio se encogió de hombros. —Todos tenemos miedo al futuro, Lucía. Pero las cosas no se hacen así.
Carmen intervino entonces, con voz cansada: —No quiero peleas por esto. Ya bastante tuve con tu madre y tu abuelo…
El ambiente era irrespirable. Me marché al parque a llorar bajo los plátanos desnudos del invierno madrileño. Recordé las tardes jugando allí con Carmen, los bocadillos de chorizo envueltos en papel de aluminio, las risas despreocupadas.
Esa semana fue un infierno. Carmen apenas me hablaba y Antonio venía cada dos días «a ver cómo estaba su madre». Yo sentía que había abierto una grieta imposible de cerrar.
Una noche, mientras fregaba los platos en silencio, Carmen se acercó por detrás y me abrazó. Sentí su temblor en los brazos.
—Perdóname si te he hecho sentir mal —susurró—. Sólo tengo miedo de que la familia se rompa por culpa de un piso.
Me giré y la abracé fuerte. —No quiero nada que te haga daño, abuela. Sólo quiero estar contigo.
Lloramos juntas en la cocina mientras la radio seguía sonando bajito.
Pasaron los meses y nunca volvimos a hablar del tema. Antonio dejó de venir tan seguido y yo seguí cuidando de Carmen como siempre. Pero algo había cambiado entre nosotras: una herida invisible pero profunda.
A veces pienso si hice bien en pedirle aquello o si sólo fui una más en la larga lista de personas que decepcionaron a Carmen. ¿Es posible querer proteger lo que amas sin herir a quienes más quieres? ¿Hasta dónde llega el amor antes de convertirse en egoísmo?