La decisión de una madre: Cuando el amor duele más que nada
—¡No podéis seguir aquí! —grité, con la voz rota, mientras mis manos temblaban sobre la mesa del salón. Lucía, mi hija mayor, me miró con los ojos llenos de rabia y lágrimas. Marta, la pequeña, apretaba los labios, intentando no llorar. El reloj de la pared marcaba las once de la noche, pero en mi pecho sentía el peso de años enteros.
No sé en qué momento mi casa se convirtió en un campo de batalla. Recuerdo cuando Lucía y Marta eran niñas y corrían por el pasillo, riendo, peleándose por tonterías. Ahora, cada conversación era una discusión. Todo empezó a torcerse cuando perdí mi trabajo en la tienda de ropa del barrio. La crisis nos golpeó fuerte; el alquiler subió, las facturas se amontonaban y yo no podía con todo. Les pedí ayuda, que buscaran trabajo o que al menos colaboraran en casa. Pero Lucía decía que no encontraba nada «de lo suyo» y Marta apenas salía de su habitación, enganchada al móvil y a las redes sociales.
—¿De verdad nos estás echando? —me preguntó Lucía, con una mezcla de incredulidad y desprecio.
—No os estoy echando —mentí—. Solo… solo necesito respirar. Necesito que entendáis que no puedo más. No puedo sosteneros a las dos, ni emocional ni económicamente.
Marta se levantó de golpe y salió corriendo al pasillo. Escuché cómo daba un portazo en su cuarto. Lucía se quedó sentada frente a mí, con los puños cerrados.
—Siempre has preferido a Marta —escupió—. Siempre la has protegido más que a mí.
—Eso no es verdad —le respondí, aunque en el fondo sabía que había cosas que nunca supe equilibrar entre ellas.
La noche se hizo eterna. Cuando por fin me quedé sola en el salón, me derrumbé. Lloré como no lloraba desde que murió mi madre. Pensé en llamarla, en pedirle consejo, pero ya no estaba. Solo quedaba su foto en la cómoda y su voz en mi memoria: «Carmen, ser madre es lo más difícil del mundo».
Al día siguiente, Lucía hizo las maletas sin decir palabra. Marta la imitó después de horas de silencio. Las vi salir por la puerta con sus mochilas y sentí que me arrancaban el corazón. El piso quedó en silencio, un silencio tan denso que dolía respirar.
Las primeras semanas fueron un infierno. Me despertaba sobresaltada pensando que todo había sido una pesadilla. Miraba sus habitaciones vacías y me preguntaba si había hecho lo correcto. Mis hermanas me llamaban para decirme que era demasiado dura, que las chicas estaban perdidas y necesitaban a su madre más que nunca. Mi amiga Pilar intentó animarme: «Carmen, a veces hay que dejarles espacio para que crezcan».
Pero yo solo sentía culpa. Recordaba cada discusión: cuando Lucía me gritó que estaba harta de vivir en un piso pequeño sin futuro; cuando Marta me dijo que ojalá tuviera otra madre; cuando yo misma perdí los nervios y les dije cosas horribles.
Un día recibí un mensaje de Lucía: «Estoy bien. No te preocupes». Nada más. Ni un «te quiero», ni un reproche. Solo esa distancia fría que me partía el alma.
Marta tardó más en escribirme. Cuando lo hizo fue para pedirme dinero. No pude negarme, aunque sabía que no aprendía nada así. Le hice una transferencia y le mandé un mensaje: «Te echo de menos». No respondió.
Las semanas se convirtieron en meses. Aprendí a vivir sola, a llenar el vacío con rutinas: limpiar la casa, buscar trabajo, pasear por el Retiro para no pensar demasiado. A veces veía madres con hijas jóvenes y sentía una punzada de celos y tristeza.
Un domingo cualquiera, mientras preparaba una tortilla de patatas —la favorita de Lucía— sonó el timbre. Abrí la puerta y allí estaban las dos, juntas, con cara de cansancio pero también de algo nuevo: madurez o quizá resignación.
—¿Podemos pasar? —preguntó Marta con voz baja.
Asentí sin poder hablar. Nos sentamos en la cocina como antes, pero ya nada era igual.
—Mamá —empezó Lucía—, lo siento por todo lo que te dije. No sabía lo difícil que era sobrevivir ahí fuera.
Marta bajó la mirada:
—Yo también lo siento… Pensé que todo sería fácil sin ti.
No pude evitar llorar otra vez, pero esta vez eran lágrimas distintas: mezcla de alivio y miedo a perderlas otra vez.
—No soy perfecta —les dije—. Solo quería protegeros… pero también necesitaba protegerme a mí misma.
Nos abrazamos largo rato. No resolvimos todos los problemas esa tarde; aún quedaban heridas abiertas y palabras por decir. Pero al menos volvimos a mirarnos a los ojos sin rencor.
Ahora escribo esto desde mi pequeña mesa del salón, mientras escucho sus risas en el pasillo. Sé que nada volverá a ser como antes, pero quizá eso no sea tan malo.
¿Hasta dónde puede llegar una madre por amor? ¿Es posible perdonarse a una misma por tomar decisiones imposibles? ¿Vosotros qué habríais hecho en mi lugar?