La deuda de papá: entre el dinero y el amor
—¿Otra vez vas a sacar el tema del dinero, Lucía? —me espetó mi marido, Sergio, mientras recogíamos los platos de la cena. Mi padre, sentado en la cabecera de la mesa, bajó la mirada y jugueteó con el tenedor. Mis hijos, Mateo y Paula, se miraron incómodos. El silencio se hizo tan denso que casi podía cortarse con un cuchillo.
No era la primera vez que discutíamos por esto. Hace seis años, justo después de nuestra boda, Sergio y yo le prestamos a mi padre 30.000 euros para montar su pequeño taller de carpintería en Vallecas. Era todo lo que habíamos ahorrado para la entrada de un piso. Papá prometió devolvérnoslo en cuanto el negocio despegara. Pero la crisis, los impagos y su mala suerte hicieron que ese día nunca llegara.
Al principio, no me importaba. Mi padre siempre había estado ahí para mí: cuando mamá murió, cuando suspendí selectividad, cuando nació Mateo y no sabía ni cómo cambiar un pañal. Pero con los años, la presión fue creciendo. Sergio empezó a recordármelo cada vez que hablábamos de mudarnos o de cambiar el coche. «Si tu padre nos devolviera el dinero…», decía. Y yo sentía una mezcla de culpa y rabia.
—No es solo el dinero —le dije a Sergio esa noche, con la voz temblorosa—. Es que siento que no le importa lo que nos costó ahorrarlo.
Mi padre levantó la vista y sus ojos brillaban de tristeza.
—Hija, si pudiera… Sabes que haría cualquier cosa por vosotros. Pero apenas llego a fin de mes.
Mateo, con sus 10 años, rompió el silencio:
—Abuelo nos cuida todos los días cuando salimos del cole. ¿Eso no vale nada?
Me quedé helada. Era verdad: desde que Sergio y yo trabajamos jornada completa, papá ha sido nuestro salvavidas. Recoge a los niños, les prepara la merienda, les ayuda con los deberes y hasta les lleva al parque. Sin él, tendríamos que pagar una niñera o dejarles en actividades extraescolares hasta las tantas.
Pero el resentimiento seguía ahí, como una espina clavada.
Esa noche no dormí. Me revolvía en la cama pensando en todo lo que habíamos sacrificado: las vacaciones que nunca hicimos, el piso pequeño donde seguimos viviendo porque no podemos permitirnos algo mejor. Y al mismo tiempo, recordaba las tardes en las que papá enseñaba a Mateo a montar en bici o ayudaba a Paula con sus manualidades.
Al día siguiente, mientras preparaba el desayuno, Sergio entró en la cocina con cara seria.
—He estado pensando —dijo—. Quizá deberíamos dejarlo estar. Olvidar lo del dinero.
Le miré sorprendida.
—¿De verdad lo dices?
—Sí —asintió—. Tu padre nos ha dado mucho más de lo que podríamos pagarle. No es justo seguir echándole en cara algo que ya nos ha devuelto de otra manera.
Sentí un nudo en la garganta. ¿Era tan fácil? ¿Podía simplemente soltar ese peso?
Esa tarde llamé a papá al salón mientras los niños jugaban.
—Papá —empecé, con voz suave—, Sergio y yo hemos decidido que no tienes que devolvernos el dinero. Todo lo que has hecho por nosotros estos años… No tiene precio.
Papá me miró como si no pudiera creerlo. Se le llenaron los ojos de lágrimas y me abrazó fuerte.
—Gracias, hija. No sabes cuánto me pesa no haber podido cumplir mi palabra.
—Lo sé —le susurré—. Pero ya has hecho suficiente.
Durante días sentí una paz extraña, como si me hubieran quitado un peso de encima. Pero también una punzada de duda: ¿había hecho lo correcto? ¿No estaba siendo injusta con Sergio? ¿Y si algún día necesitábamos ese dinero de verdad?
Un domingo por la tarde, mientras veía a papá jugar al parchís con los niños, me di cuenta de algo: el dinero va y viene, pero los momentos así no vuelven jamás.
Ahora os pregunto: ¿vosotros seríais capaces de perdonar una deuda así por amor? ¿O creéis que el dinero siempre acaba pesando más?