La escalera del pozo: secretos bajo la tierra de Castilla
—¿Y si me caigo? —me pregunté en voz baja, apretando el asa del cubo con las manos temblorosas. El viento de la tarde barría los campos de trigo, y el sol, ya cansado, se escondía tras las encinas. Nadie me esperaba en casa. Nadie me esperaba en ningún sitio desde que Julián se fue hace tres años y mis hijos, cada uno con su vida, apenas llamaban para preguntar cómo estaba.
—Carmen, ¿te atreves o no? —me repetí, como si la voz de mi madre resonara desde algún rincón de la memoria. «¡No seas cobarde, hija!»
La finca de los Ortega llevaba años abandonada. El pozo, cubierto de maleza y olvido, era solo un agujero negro en medio del patio. Me habían ofrecido unos euros por limpiarlo; suficiente para comprar pan y leche durante una semana. No podía decir que no. En los pueblos de Castilla, la vida nunca ha sido fácil para las mujeres solas. Aquí, la soledad pesa más que el calor del verano.
Me arrodillé junto al brocal y aparté las ortigas con cuidado. El pozo olía a humedad y a tiempo detenido. Al asomarme, vi algo extraño: una vieja escalera de hierro oxidado descendía hacia la oscuridad. No recordaba haberla visto antes, ni siquiera cuando venía de niña con mi padre a sacar agua.
—¿Quién habrá puesto esto aquí? —susurré, sintiendo un escalofrío recorrerme la espalda.
La curiosidad pudo más que el miedo. Bajé un pie, luego el otro. Cada peldaño crujía bajo mi peso y mi corazón latía tan fuerte que pensé que se me iba a salir del pecho. El aire era frío y denso; olía a tierra mojada y a secretos guardados.
Al llegar al fondo, mis ojos tardaron en acostumbrarse a la penumbra. Había algo allí abajo: una caja de madera cubierta de polvo y telarañas. Me arrodillé y la abrí con manos temblorosas. Dentro encontré cartas antiguas, fotografías en sepia y un pañuelo bordado con iniciales que no reconocí.
—¿De quién será todo esto? —me pregunté en voz alta, sintiendo que el eco me respondía desde las paredes húmedas.
Leí las cartas a la luz de mi linterna. Eran palabras de amor prohibido entre una joven criada y el hijo del dueño de la finca, fechadas en 1936, justo antes de la guerra. Hablaban de sueños rotos, de promesas incumplidas y de un hijo que nunca llegó a nacer.
Me senté en el suelo frío y lloré. Lloré por ellos, por mí, por todas las mujeres que hemos tenido que enterrar nuestros sueños en silencio. Recordé a Julián y a mis hijos, tan lejos ahora; recordé mi casa perdida y los domingos de misa cuando aún tenía familia alrededor de la mesa.
Subí la escalera con la caja en brazos. Afuera, el cielo se había teñido de rojo y los grillos comenzaban su concierto nocturno. Me senté junto al pozo y leí las cartas una vez más. Pensé en la joven criada, en su soledad tan parecida a la mía. Pensé en cómo los secretos del pasado siguen vivos bajo tierra, esperando ser encontrados.
Al día siguiente llevé la caja al ayuntamiento. La alcaldesa, una mujer recia como yo, me abrazó al escuchar mi historia. Decidieron organizar una exposición en el centro cultural del pueblo para recordar a quienes vivieron y amaron en silencio.
Esa noche dormí mejor que en mucho tiempo. Sentí que había hecho algo importante, aunque fuera pequeño. Quizá no pueda recuperar lo perdido ni reunir a mi familia, pero al menos he dado voz a quienes nunca la tuvieron.
A veces me pregunto: ¿cuántos secretos más guardan los pozos olvidados de nuestros pueblos? ¿Y cuántas Carmen habrá esperando encontrar algo que les devuelva la esperanza?