La estación de Atocha y el eco de los pasos perdidos
—Mamá, ¿por qué vamos a Madrid? —preguntó Daniel, apretando mi mano con fuerza mientras el autobús frenaba en seco en la estación de Atocha.
No supe qué responderle. Mi garganta se cerró como si llevara una piedra dentro. Miré por la ventanilla: la ciudad hervía de vida, coches pitando, gente corriendo con prisas, y nosotros dos, perdidos entre la multitud, buscando algo que quizá nunca existió.
—Vamos a ver a papá —dije al fin, intentando que mi voz no temblara.
El billete de autobús me había costado casi todo lo que tenía. Veníamos de un pueblo pequeño de Castilla-La Mancha, donde las habladurías corren más rápido que el viento y la soledad pesa como una losa. Desde que Juan se fue, la gente me miraba con lástima o con desprecio. «Pobre mujer, sola con un crío…», susurraban en la panadería.
A Daniel le brillaban los ojos, ilusionado. No recordaba a su padre; era demasiado pequeño cuando nos dejó. Pero yo sí. Recordaba sus promesas vacías, sus risas en las fiestas del pueblo, cómo bailábamos juntos en las verbenas de San Juan. Y también recordaba el portazo aquella noche, su voz fría: «No puedo más, esto no es vida».
En Madrid todo era distinto. La estación olía a café y a prisas. Caminamos entre maletas y turistas hasta salir a la calle. El calor pegajoso de junio nos envolvía. Tenía la dirección de Juan apuntada en un papel arrugado: un piso compartido en Lavapiés. Me temblaban las piernas.
—¿Tienes hambre? —le pregunté a Daniel.
—Un poco —respondió él, mirando los churros en una cafetería cercana.
Le compré uno para compartir. Mientras masticaba despacio, pensaba en lo que iba a decirle a Juan. ¿Qué derecho tenía yo a irrumpir en su nueva vida? Pero también pensaba en Daniel, en su derecho a saber quién era su padre.
Subimos por calles estrechas y llenas de grafitis. El barrio olía a especias y a vida. Llamé al timbre con el corazón desbocado. Tardó en abrirse la puerta. Cuando Juan apareció, no era el hombre que yo recordaba: tenía ojeras profundas y el pelo más canoso.
—¿Qué hacéis aquí? —preguntó seco, sin mirarnos a los ojos.
—Juan… sólo queremos hablar —dije, tragando saliva.
Daniel se escondió detrás de mí. Juan suspiró, mirando hacia dentro del piso como si buscara una excusa para cerrar la puerta.
—No es buen momento —dijo al fin—. Tengo otra vida ahora.
Sentí cómo se me rompía algo por dentro. Quise gritarle todo el dolor acumulado estos años, pero sólo pude susurrar:
—Es tu hijo.
Juan bajó la mirada. Daniel le tendió el churro que aún le quedaba, como si así pudiera comprar su cariño. Juan no lo aceptó.
—Lo siento —dijo, y cerró la puerta despacio.
Me quedé allí, paralizada. Daniel empezó a llorar bajito, sin entender nada. Lo abracé fuerte, sintiendo que el mundo se me venía encima.
—Mamá, ¿por qué papá no quiere vernos?
No supe qué decirle. Caminamos sin rumbo por las calles de Madrid hasta que nos sentamos en un banco del Retiro. El sol caía entre los árboles y la ciudad seguía su curso, ajena a nuestro dolor.
—¿Sabes una cosa? —le dije a Daniel, secándole las lágrimas—. A veces las personas no saben querer como deberían. Pero yo te quiero por los dos.
Él me abrazó fuerte y sentí que, aunque el mundo fuera injusto, mientras estuviéramos juntos podríamos seguir adelante.
Ahora me pregunto: ¿cuántas madres hay como yo, luchando solas contra el olvido? ¿Cuántos niños esperan una respuesta que nunca llega? Quizá algún día alguien escuche nuestro silencio.