La invitación que nunca llegó: El dolor de una madrastra española

—¿Por qué no estoy en la lista, Lucía? —pregunté con la voz temblorosa, el móvil apretado entre mis manos sudorosas.

El silencio al otro lado era tan denso que podía sentirlo en el pecho. Mi hija —bueno, mi hijastra, pero nunca usé esa palabra—, la niña a la que le enseñé a montar en bici por las calles de Salamanca, la que lloró en mis brazos cuando su madre biológica se fue a vivir a Barcelona con otro hombre, ahora me negaba un sitio en el día más importante de su vida.

—No sé, Carmen… Es complicado —susurró finalmente Lucía, como si temiera que alguien más pudiera escucharla.

Complicado. Esa palabra me retumbó en la cabeza durante días. ¿Qué podía ser tan complicado? ¿No era yo la que le preparaba el desayuno cada mañana antes del instituto? ¿No fui yo quien le sujetó la frente cuando tuvo fiebre, quien le ayudó con los deberes de matemáticas, quien le enseñó a hacer tortilla de patatas? ¿No fui yo quien estuvo ahí cuando su padre, mi marido, se quedaba hasta tarde en el trabajo y ella tenía miedo a dormir sola?

Mi marido, Antonio, intentaba consolarme. —No te lo tomes así, Carmen. Ya sabes cómo son los jóvenes ahora. Quieren hacer las cosas a su manera.

Pero no era solo eso. Lo sabía. Había algo más profundo, algo que se me escapaba. Empecé a repasar cada momento, cada discusión, cada abrazo y cada silencio. ¿Había sido demasiado estricta cuando suspendió aquel curso? ¿Demasiado blanda cuando se escapó una noche para ir a una fiesta? ¿Demasiado madre o demasiado poco?

Recuerdo el día en que Lucía llegó a casa con los ojos hinchados de llorar. Su madre biológica, Teresa, había decidido mudarse con su nueva pareja a Barcelona y apenas llamaba. Lucía tenía solo diez años y se aferró a mí como si fuera su única tabla de salvación. Yo la abracé fuerte y le prometí que nunca la dejaría sola. Y lo cumplí. O eso creía.

La boda se celebró en una finca preciosa cerca de Segovia. Lo supe por las fotos que subieron sus amigas a Instagram. Lucía estaba radiante con un vestido blanco sencillo y una sonrisa que no recordaba haberle visto desde hacía años. En las imágenes aparecían Teresa y su nuevo marido, brindando junto a ella y Antonio. Yo no estaba en ninguna parte.

La rabia me quemaba por dentro, pero sobre todo sentía un vacío inmenso. Me preguntaba si alguna vez había sido realmente parte de su vida o solo una sombra cómoda mientras crecía. En el supermercado, la vecina del quinto me preguntó: —¿Y qué tal la boda de Lucía? ¿Lloraste mucho?

No supe qué responderle. Solo asentí y fingí una sonrisa. Por dentro me sentía invisible.

Una tarde, incapaz de soportar más la incertidumbre, fui a buscarla al piso que compartía con su marido en Madrid. Llamé al timbre y esperé. Cuando abrió la puerta, Lucía me miró como si fuera una extraña.

—¿Qué haces aquí?

—Necesito entenderlo —le dije—. Solo eso.

Lucía bajó la mirada y me hizo pasar al salón. El aire estaba cargado de tensión.

—No quería hacerte daño —empezó—. Pero mamá insistió mucho en estar presente y… bueno, pensé que sería incómodo para todos.

—¿Incómodo para quién? —pregunté—. ¿Para ti? ¿Para tu padre? ¿O para Teresa?

Lucía se encogió de hombros.

—No lo sé… Es que nunca sentí que fueras realmente mi madre —dijo casi en un susurro.

Sentí como si me arrancaran el corazón del pecho. Todo lo que había hecho por ella, todos los sacrificios… ¿no significaban nada?

—¿Y qué soy entonces para ti? —pregunté con lágrimas en los ojos.

Lucía no respondió. Solo se quedó mirando el suelo.

Salí de aquel piso sintiéndome más sola que nunca. Antonio intentó animarme: —Dale tiempo, Carmen. Ya volverá.

Pero yo sabía que algo se había roto para siempre.

Las semanas pasaron y el dolor no remitía. Empecé a evitar las reuniones familiares, las comidas de domingo, incluso las llamadas de mi propia madre, que no entendía mi tristeza.

Un día recibí una carta de Lucía. Decía que necesitaba espacio para entender sus propios sentimientos, que agradecía todo lo que hice por ella pero que ahora quería construir su vida sin ataduras del pasado.

Guardé la carta en un cajón y lloré durante horas.

A veces me pregunto si ser madrastra en España es siempre así: amar sin esperar nada a cambio, darlo todo sabiendo que quizás nunca recibirás ni un simple “gracias”. ¿Es posible querer tanto a alguien y seguir siendo invisible para sus ojos?

¿Vosotros qué haríais en mi lugar? ¿De verdad existe un error tan grande como para merecer este olvido?