La llegada de Rosa: el día que todo cambió en mi familia

—¡No quiero que se siente en mi silla! —grité, apretando los puños hasta que los nudillos se me pusieron blancos. Julián, mi hermano menor, me miró con esos ojos grandes y oscuros que solo tienen los niños que han llorado demasiado. Él no dijo nada, pero supe que sentía lo mismo. Rosa, parada en el umbral de la sala, sostenía su bolso con ambas manos, los dedos cortos y gruesos entrelazados como un candado. Su cabello rizado caía sobre sus hombros y su suéter azul parecía demasiado nuevo para nuestra casa humilde en las afueras de Medellín.

Papá se aclaró la garganta. —Niños, saluden a Rosa. Ella va a quedarse con nosotros un tiempo.

Un tiempo. Como si no supiéramos lo que eso significaba. Mamá había muerto hacía seis meses, pero el olor a su perfume aún flotaba en el aire, mezclado con el del café recién hecho y el jabón de coco. Nadie podía reemplazarla. Nadie debía intentarlo.

Esa noche, mientras cenábamos arepas con queso, Rosa intentó hablarnos. —¿Les gusta la escuela? —preguntó, sonriendo con una timidez que me irritó.

—No tienes que fingir —le solté, sin mirarla a los ojos. Julián bajó la cabeza y jugueteó con la comida.

Papá me lanzó una mirada dura. —¡Basta, Lucía! Rosa está aquí porque yo lo digo.

Me levanté de la mesa y corrí al cuarto que compartía con Julián. Cerré la puerta de un portazo y me tiré en la cama, abrazando el peluche que mamá me había regalado en mi último cumpleaños. Escuché a Julián acercarse despacio.

—¿Por qué tiene que quedarse? —susurró él.

—Porque papá no sabe estar solo —le respondí, sintiendo una rabia sorda crecer en mi pecho.

Los días pasaron lentos y pesados como la lluvia de octubre. Rosa intentaba acercarse: preparaba jugo de guayaba, nos ayudaba con las tareas, incluso cosió un botón caído de mi uniforme. Pero yo no podía soportar verla usando la taza favorita de mamá o colgando su ropa en el tendedero donde antes colgaban los vestidos floreados de ella.

Una tarde, mientras papá trabajaba en la fábrica y Julián jugaba afuera, encontré a Rosa llorando en la cocina. Me quedé paralizada en la puerta. Ella se secó las lágrimas rápido y trató de sonreírme.

—¿Por qué lloras? —pregunté, más por curiosidad que por compasión.

—A veces uno extraña cosas que nunca tuvo —me respondió en voz baja.

No entendí sus palabras hasta mucho después.

El conflicto creció como una sombra entre nosotros. Una noche, escuché a papá y Rosa discutir en voz baja:

—No puedo más, Tomás. Tus hijos me odian.

—Dales tiempo —dijo papá—. Lucía es igualita a su mamá: terca como una mula.

Sentí una punzada de orgullo y dolor al mismo tiempo. Me pregunté si mamá estaría orgullosa de mí o decepcionada por mi crueldad.

Un día, Julián llegó a casa con la rodilla sangrando. Rosa corrió a buscar el botiquín y lo limpió con cuidado. Él lloraba bajito, pero no se apartó cuando ella le puso una curita con dibujos de dinosaurios.

—Gracias —murmuró Julián, y por primera vez vi a Rosa sonreír de verdad.

Esa noche soñé con mamá. Estaba sentada en el borde de mi cama, peinándome el cabello como solía hacer antes de dormir. Cuando desperté, sentí un vacío tan grande que casi no podía respirar.

El colegio tampoco era fácil. Mis amigas ya no sabían qué decirme; algunas me evitaban porque no sabían cómo tratar a alguien que había perdido a su madre. Un día, una compañera murmuró: «Dicen que tu papá ya tiene otra mujer». Sentí la vergüenza arderme en las mejillas.

En casa, Rosa seguía intentando ganarse nuestro cariño. Un domingo preparó sancocho y nos invitó a comer juntos en el patio. Papá parecía feliz por primera vez en meses. Pero yo no podía dejar de pensar en mamá: ¿qué diría si viera a otra mujer ocupando su lugar?

La tensión explotó una tarde lluviosa. Encontré a Rosa revisando una caja de fotos antiguas de mamá. Sentí que me arrancaban el corazón del pecho.

—¡Eso no es tuyo! —le grité, arrebatándole la caja de las manos.

Rosa se quedó helada. —Solo quería conocerla… entenderlos mejor.

—¡Nunca vas a ser como ella! —le escupí las palabras como veneno.

Papá llegó corriendo al escuchar los gritos. Me miró con una tristeza infinita.

—Lucía, basta ya…

Me encerré en mi cuarto y lloré hasta quedarme dormida.

Pasaron semanas antes de que pudiera mirar a Rosa sin sentir odio. Un día, Julián enfermó gravemente; tuvo fiebre alta y deliraba por las noches. Papá estaba trabajando doble turno y no podía quedarse en casa. Fue Rosa quien veló junto a su cama, cambiándole los paños fríos y susurrándole canciones suaves para calmarlo.

Vi cómo se le caían las lágrimas mientras cuidaba a mi hermano como si fuera suyo. Algo dentro de mí empezó a cambiar; sentí culpa por todo el dolor que le habíamos causado.

Cuando Julián mejoró, me acerqué a Rosa mientras lavaba ropa en el patio.

—Gracias por cuidar a Julián —le dije en voz baja.

Ella me miró sorprendida y asintió sin decir nada más.

Con el tiempo, aprendimos a convivir. No fue fácil ni rápido; hubo días buenos y otros terribles. Pero poco a poco entendí que Rosa no quería reemplazar a mamá; solo buscaba un lugar donde pertenecer.

A veces me pregunto si alguna vez podré quererla como quise a mamá. Tal vez no… pero ¿acaso eso está mal? ¿Cuántos niños en nuestro país han tenido que aprender a vivir con nuevos comienzos forzados por la vida?

¿Ustedes también han sentido ese miedo al cambio? ¿Es posible sanar un corazón roto sin olvidar lo que hemos perdido?