La noche en que mi mundo se rompió: Un vestido azul y un silencio eterno
—¿De verdad vas a ponerte eso, Lucía? —La voz de mi madre resonó en el pasillo, cortante como el frío de enero en Madrid.
Me miré al espejo por última vez antes de salir de mi habitación. El vestido azul cielo que había elegido para mi primer baile escolar me parecía precioso. Había ahorrado semanas para comprarlo en el mercadillo de Lavapiés, soñando con este momento. Pero ahora, bajo la luz amarillenta del pasillo, sentí que el vestido se volvía más pequeño, más ridículo.
—Mírala, parece una muñeca rota —añadió mi padre desde el salón, sin apartar la vista del televisor.
Sentí cómo la vergüenza me subía por las mejillas. Mi hermano Sergio, dos años mayor, soltó una carcajada y murmuró algo que no alcancé a entender. Yo solo quería desaparecer.
—Lucía, hija, ¿no tienes otra cosa más… normal? —insistió mi madre, cruzándose de brazos—. Vas a hacer el ridículo delante de todos tus compañeros.
Quise contestar, defender mi elección, pero las palabras se quedaron atascadas en mi garganta. ¿Por qué no podían alegrarse por mí? ¿Por qué siempre tenían que encontrar un defecto en todo lo que hacía?
Salí de casa con la cabeza gacha, sintiendo el peso de sus miradas y sus risas clavándose en mi espalda. El trayecto hasta el colegio fue un suplicio. Cada vez que alguien me miraba en el metro, pensaba que también se reían de mí. Cuando llegué al gimnasio del colegio, la música sonaba fuerte y las luces de colores bailaban sobre las cabezas de mis compañeros. Pero yo solo quería esconderme.
—¡Lucía! —gritó Marta, mi mejor amiga—. ¡Estás guapísima!
Sonreí tímidamente. Marta llevaba un vestido rojo sencillo y una coleta alta. Ella siempre parecía segura de sí misma. Yo, en cambio, sentía que todos podían ver lo rota que estaba por dentro.
Durante la fiesta intenté divertirme, pero no podía dejar de pensar en las palabras de mis padres. Cada vez que alguien se reía o susurraba algo cerca de mí, sentía que era por mi culpa. Me refugié en el baño y me miré al espejo: los ojos hinchados, el rímel corrido y el vestido azul que ya no me parecía tan bonito.
—¿Estás bien? —preguntó Ana, una compañera de clase.
Asentí sin decir nada. No quería que nadie supiera lo que sentía. No quería ser la niña rara del vestido azul.
Cuando volví a casa esa noche, mis padres ya estaban dormidos. Me metí en la cama con el vestido puesto y lloré hasta quedarme sin lágrimas. Al día siguiente, nadie mencionó nada. El silencio era aún peor que las burlas.
Pasaron los días y empecé a evitar a mis padres. Ya no les contaba nada sobre el colegio ni sobre mis amigas. Me refugié en los libros y en la música. Marta intentaba animarme, pero yo me había construido un muro invisible.
Una tarde, mientras hacía los deberes en la cocina, escuché a mis padres discutir en voz baja:
—No sé qué le pasa a Lucía últimamente —decía mi madre—. Está rara, distante.
—Bah, cosas de críos —respondió mi padre—. Ya se le pasará.
No se me pasó. Empecé a sentirme invisible en mi propia casa. Mis notas bajaron y los profesores llamaron a mis padres para hablar sobre mi comportamiento. Pero ellos solo dijeron que estaba en una edad difícil.
Un día, Marta me invitó a su casa para merendar. Su madre nos preparó chocolate caliente y churros. Cuando vio que apenas probaba bocado, se sentó a mi lado y me preguntó:
—¿Te pasa algo, Lucía?
No pude evitarlo: rompí a llorar delante de ella y de Marta. Les conté todo: las burlas de mis padres, cómo me sentía cada vez más pequeña e insignificante.
La madre de Marta me abrazó y me dijo algo que nunca olvidaré:
—Lucía, nadie tiene derecho a hacerte sentir menos por ser quien eres. Ni siquiera tus padres.
Aquel día fue un punto de inflexión. Empecé a escribir un diario donde volcaba todo lo que sentía. Poco a poco fui recuperando la confianza en mí misma. Volví a sacar buenas notas y hasta me atreví a participar en la obra de teatro del colegio.
Pero la relación con mis padres nunca volvió a ser la misma. Seguían sin entenderme y yo ya no buscaba su aprobación. Aprendí a quererme tal como soy, aunque ellos no supieran hacerlo.
A veces me pregunto si algún día serán capaces de ver cuánto daño pueden hacer unas simples palabras. ¿Cuántos sueños se rompen cada noche en silencio? ¿Cuántos niños como yo aprenden demasiado pronto a esconderse detrás de una sonrisa?