La noche en que perdí a Valentina: Confesiones de una abuela entre la culpa y el perdón
—¡Carmen! ¡Por Dios, ¿qué hiciste?!
El grito de mi hija Laura retumbó en la sala, cortando el aire espeso de la madrugada. Yo estaba de rodillas junto al sofá, con las manos temblorosas y el corazón a punto de salirse del pecho. Valentina, mi nieta de seis años, yacía pálida y sudorosa, con los labios resecos y los ojos entrecerrados. El reloj marcaba las dos y media de la mañana, pero el tiempo parecía haberse detenido en ese instante.
—No sé, Laura… Solo le di el juguito que me pidió… —balbuceé, sintiendo cómo la culpa me ahogaba.
Mi yerno, Andrés, ya estaba al teléfono con emergencias. Yo solo podía mirar a Valentina, recordando cómo horas antes habíamos reído juntas viendo telenovelas y comiendo arequipe a escondidas. ¿En qué momento todo se torció?
La ambulancia llegó en minutos, pero para mí fueron siglos. Los paramédicos entraron corriendo, preguntando cosas que no podía responder. ¿Qué había comido? ¿Cuándo empezó la fiebre? ¿Había vomitado? Mi mente era un torbellino de imágenes: la niña jugando con su muñeca, pidiéndome más jugo, tosiendo un poco… ¿Por qué no me di cuenta antes?
En el hospital, Laura no me miraba. Andrés caminaba de un lado a otro, mascullando palabras que no entendía. Yo me senté en una silla dura del pasillo y recé como no lo hacía desde que era niña en el pueblo de Antioquia. «Diosito, por favor… No me quites a mi niña.»
Las horas pasaron lentas. Finalmente, un médico salió y nos habló con voz grave:
—La niña está estable, pero sufre una intoxicación alimentaria severa. Necesitaremos hacerle más exámenes.
Laura se desplomó en mis brazos, llorando desconsolada. Yo quería consolarla, pero sentía que no tenía derecho. ¿Cómo pude fallarles así?
Esa noche fue solo el comienzo de una pesadilla que duró semanas. Valentina estuvo internada varios días. Cada vez que entraba a verla, ella me sonreía débilmente y me preguntaba si le llevaría su muñeca favorita. Yo le acariciaba el cabello y le prometía que todo estaría bien, aunque por dentro me moría de miedo.
En casa, el ambiente era tenso. Laura apenas me hablaba. Andrés evitaba cruzarse conmigo. Mi esposo, Julián, trataba de mediar:
—Carmen, fue un accidente… No te castigues tanto.
Pero yo no podía evitarlo. Recordaba cada detalle: cómo Valentina había insistido en tomar jugo de guayaba que había preparado días antes; cómo yo, cansada después de un día largo en el mercado y cuidando a mi suegra enferma, simplemente le serví el vaso sin pensarlo dos veces.
Una tarde, mientras lavaba los platos con manos temblorosas, escuché a Laura hablando por teléfono con su hermana:
—No sé si podré perdonar a mamá… —decía entre sollozos—. Era su responsabilidad…
Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. ¿Y si nunca me perdonaban? ¿Y si Valentina sufría consecuencias para siempre por mi descuido?
Los días siguientes fueron una tortura silenciosa. Me ofrecí a ayudar en todo: cocinaba, limpiaba, cuidaba a mi suegra… Pero Laura seguía distante. Una noche la encontré llorando en la cocina.
—Hija… —me atreví a decir—. Lo siento tanto… Daría lo que fuera por cambiar lo que pasó.
Ella me miró con ojos rojos e hinchados.
—¿Sabes lo que es ver a tu hija conectada a tubos? ¿Sentir que puedes perderla por un error tan simple?
No supe qué responder. Solo la abracé y lloramos juntas por primera vez desde aquella noche.
Valentina se recuperó poco a poco. Cuando volvió a casa, parecía haber olvidado todo lo malo. Me abrazó fuerte y me pidió que le contara otra vez la historia del burrito sabanero. Yo lo hice entre lágrimas, agradecida por tenerla conmigo.
Pero la herida en la familia seguía abierta. Andrés seguía distante; Laura se esforzaba por actuar normal pero yo notaba su dolor. Empecé a ir a misa todos los domingos, buscando consuelo en las palabras del padre Ramiro:
—El perdón es un camino difícil —decía él—, pero necesario para sanar.
Un día, después de misa, me acerqué a Laura y le dije:
—Sé que te fallé como madre y como abuela. No espero que me perdones ahora… Solo quiero que sepas cuánto te amo y cuánto amo a Valentina.
Ella me miró largo rato antes de responder:
—Mamá… Yo también te amo. Pero necesito tiempo.
Ese tiempo fue largo y doloroso. Hubo días en los que pensé en irme de la casa para no causar más daño. Pero Julián me convenció de quedarme:
—Eres parte de esta familia, Carmen. Todos cometemos errores.
Poco a poco, las cosas empezaron a mejorar. Laura volvió a confiarme a Valentina por ratos cortos; Andrés empezó a saludarme con un leve asentimiento; incluso mi suegra me tomó la mano una tarde y me dijo:
—Las abuelas también se equivocan, mija.
Hoy han pasado dos años desde aquella noche. Valentina está sana y feliz; corretea por la casa con su risa contagiosa y sus ocurrencias de niña paisa. Laura y yo hemos reconstruido nuestra relación con paciencia y mucho amor.
Pero todavía hay noches en las que despierto sudando frío, reviviendo ese momento en el que pensé que podía perderla para siempre. Me pregunto si alguna vez podré perdonarme del todo.
¿Hasta dónde llega la culpa de una abuela? ¿Es posible sanar las heridas del corazón cuando uno mismo fue quien las causó? Los leo…